I.- Jamás cambiará EE. UU. su forma de escoger al presidente
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En un país en el que la mayoría de sus ciudadanos sólo lee novelas policíacas, ficción, historias de amor, panfletos de autosuperación y textos de cómo hacer fortuna, es de esperarse que una proporción muy alta de los que cuentan 30 años o menos no conozca a cabalidad el funcionamiento del sistema electoral ni haya asimilado los resultados de las elecciones del año 2000, y mucho menos de las que acontecieron en décadas anteriores. Estas son las personas que hoy objetan la elección de Donald Trump, aupadas por los esposos Clinton mediante arengas “encriptadas” o solapados mensajes encubiertos en los colores de sus vestimentas.
Pensar que el establishment, por la dimensión que las redes sociales dan a los nuevos acontecimientos, cambiará la manera de elegir a sus gobernantes es una utopía. Precisamente el éxito del poder pentagonista radica en ella: el sistema electoral está conformado de forma tal que, fuera de los designios de la hegemonía imperial, nadie, absolutamente nadie, pueda alcanzar la presidencia de la nación más poderosa del mundo. Son varias las razones en las que se sustenta tan extraordinario método, que no debe resultarle extraño a los dominicanos: el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) que fundó Juan Bosch usaba uno similar. El PLD era un partido de organismos, no de individuos, y esos organismos equivalían a los colegios electorales sobre los que descansa la grandeza de Estados Unidos. Por eso el PLD pasó a ser un partido único, un partido nuevo, el más extraordinario que ha conocido el universo de la mal llamada democracia representativa. Que sus líderes hayan desvirtuado su esencia y terminaran transformándolo en lo que es hoy, es otra cosa; aun así, desarrollaron la perversa habilidad de convertir tan valioso instrumento en una maquinaria electoral invencible que, por vía del poder que confiere el control del Estado, ha hecho de la dominicana una de las sociedades más deformadas.
La razón visible para la forma en que se selecciona al presidente estadounidense radica en el poder del Senado, integrado por dos miembros por cada estado sin importar la cantidad de habitantes. Para compensar este desbalance, las brillantes mentalidades al servicio del capital diseñaron un sistema, para la selección del mandatario, basado en colegios electorales cuyos votos son proporcionales al número de habitantes de los estados. California, que cuenta con 39 millones de habitantes, asigna 55 votos electorales, mientras que New Hampshire, con 1.4 millones, asigna sólo 4. Esos votos electorales ascienden a 538, número al que se arriba con la suma de los 435 miembros de la Cámara de Representantes, los 100 senadores (2 por cada estado) y tres votos que, aunque sin ser estado, se le conceden a Washington D.C. por mandato de la Enmienda 23 de la Constitución de Estados Unidos.
El número mínimo de votos electorales que se requiere para la selección del presidente es de 270. Intrínsecamente, tiene un enorme significado: resulta muy difícil que, en un certamen en el que compitan tres o más agrupaciones políticas, pueda alcanzarse. Ha sido establecido, dentro del proceso electoral, y casi con exclusividad, para la participación de dos partidos políticos: el Demócrata y el Republicano, concebidos para aparentar diferencias de forma, aunque no de propósito (mantener funcionando el engranaje pentagonista); ambos surgen de las mismas mentes brillantes (sin que dejen de ser perversas y malignas) que dieron forma a lo que, a partir de 1945, pasó a constituirse en el imperio más grande y poderoso que ha conocido la humanidad.
Continuará...
Ing. Nemen Hazim Bassa
San Juan, Puerto Rico
12 de noviembre de 2016