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.- Polémica entre Juan Bosch y Jimenes Grullón


Polémica entre Jimenes Grullón y Juan Bosch. Maltrecha relación entre dos intelectuales de lustre. “La verdad no es un artículo que se compra y se vende con beneficios” (Juan Bosch)


Juan Bosch: El Dr. Jimenes-Grullón no tuvo ni siquiera el cuidado de poner al final de esa cita una coma y tres puntos seguidos, con lo cual todo escritor que se respeta da a entender que ha copiado sólo una parte de un párrafo a fin de que el lector interesado en conocer el pensamiento del autor citado busque el texto original y lo lea completo. Como sabe cualquiera persona medianamente instruida, con frecuencia se comienza un párrafo afirmando una cosa para negarla en ese mismo párrafo con más vigor, y por eso el sistema de tomar palabras aisladas de cualquier texto cuando se está llevando a cabo una polémica es considerado en el mundo intelectual como un acto de mala fe, y el que lo usa queda descalificado como trabajador intelectual. Plagiar y falsear las citas son dos prácticas que no se perdonan en el mundo de las ideas y de las ciencias, y en la mayoría de los países están perseguidas por el código penal



Con anterioridad a la polémica

. Palabras de Juan Bosch para "Un pueblo en un libro", de Juan Isidro Jimenes Grullón
(Nota: Copia fiel de la obra)

Todas las asociaciones humanas persiguen el bienestar y la dicha. La República Dominicana, desgraciadamente, no ha logrado esos fines, y si en algún momento de su historia ha creído alcanzarlos, de sí misma ha dado ella las fuerzas necesarias para que se frustrara la esperanza. Esta patética, dolorosa verdad, no puede ser negada por dominicano alguno, y aquellos que debido a razones políticas más o menos comprensibles la nieguen, no son capaces de mantener esa negación en la soledad de sus conciencias.

Frente a una conclusión tan definitiva y tan triste se pregunta uno cómo es posible que los dominicanos sigan amando a una patria que sólo ha costado lágrimas y sangre a los mejores de sus hijos. Del amor que pueda tenerla la minoría que a lo largo de su historia se ha beneficiado a sus expensas, nada hay que decir; se comprende ese interesado y hasta cierto punto lógico amor. Pero el de los otros sólo puede explicarse con dos palabras: ignorancia y deber. Por ignorancia la ama esa nutrida masa campesina donde se han mantenido sin mengua las virtudes nacionales, y por deber la ama el escaso número de hombres puros y conscientes que desearían hacer de ella lo que sus fundadores pretendieron que fuera: una patria próspera, culta y feliz, de la cual se sintieran orgullosos sus hijos.

En el corto número de los últimos está el Dr. J. I. Jimenes-Grullón, autor de este libro.

Sabedor de que un pueblo no puede hacer su travesía por la Historia sin fijarse una meta en el porvenir, y conocedor de que el porvenir no puede verse si no en función del pasado, Jimenes-Grullón se dedica a estudiar en la vida dominicana los orígenes de nuestras flaquezas. Eso es este libro: un estricto, pero también piadoso examen de conciencia del fenómeno histórico dominicano. El es a un tiempo doloroso y optimista, porque su ejecución fué presidida por dos nobles sentimientos: la honradez y el amor.

El servicio que Jimenes-Grullón hace con esta obra a su pueblo no es para ser apreciado por los dominicanos de mi generación, casi todos con posiciones mentales, pasionales o simplemente económicas tomadas ya, por no importa cuáles causas. Antes que ellos sabrán agradecerlo los americanos a quienes interesa el hecho político continental, los investigadores no dominicanos, que hallarán en él la explicación de movimientos sociales comunes a todos nuestros pueblos, y aquéllos a quienes el libro dará el conocimiento de la entraña de un país que, como toda aglomeración humana, merece el interés de los hombres conscientes.

Como médico que es, Jimenes-Grullón ha aplicado al estudio del caso dominicano los métodos de investigación acostumbrados en la Medicina. Se halla frente a un enfermo; debe diagnosticar, porque en el diagnóstico está una gran parte de las posibilidades de curación, y para no errar, el facultativo hurga los orígenes del quebranto, buscando sus gérmenes aun en las más viejas generaciones relacionadas con el enfermo. Al cabo de este duro pero honesto y amoroso trabajo, Jimenes-Grullón concluye afirmando que los males dominicanos se deben a la explotación que a lo largo de la historia nacional ha ejercido una casta minoritaria, secuestradora de la libertad del pueblo, de su economía y de sus derechos más elementales. Para disfrutar ella de la libertad de oprimir, de los dineros públicos, y de los bárbaros derechos de satisfacer sus instintos, esa minoría no ha vacilado —durante un siglo de vida independiente— en comprometer la salud de la República. “La República se encontró desde su nacimiento con un cuerpo organizado de enemigos que la combatía desde las posiciones más encumbradas” —afirma Jimenes-Grullón al estudiar las disensiones que aparecen al nacer aquélla—.

Generalmente esa minoría ha estado encabezada por un hombre de garra sostenido por la tropa, y los profesionales de la política. Al correr del tiempo una nueva fuerza se unió a ésas. Fué el imperialismo extranjero, que, en su actual forma de invasión financiera, empezó a dejarse sentir en el país hacia el inicio del último tercio del siglo XIX. La detallada exposición de fuerzas maléficas que hace Jimenes-Grullón puede reducirse a las ya dichas, porque en fin de cuentas el intelectual corrompido y el cura no son sino politicastros. En cuanto al ejército, que en una sociedad de normal desarrollo dentro del régimen capitalista es un instrumento de la burguesía, debe ser considerado en nuestro país como un hecho aislado, porque su desenvolvimiento histórico ha hecho de él un cuerpo independiente, y algo así como el vientre malaventurado donde se gesta siempre el hombre de garra que ha de enseñorearse de todo.

Al estudio de esas fuerzas victimarias de la República, y a las que en su defensa les opone el pueblo, se dedica Jimenes-Grullón en el libro que se prologa con estas líneas. El autor no se detiene en el aspecto externo de los movimientos nacionales. Ese trabajo de ir enumerando motines, asaltos y batallas, ha sido hasta ahora el de los historiadores cuyos textos leen los niños dominicanos; éste de Jimenes-Grullón elude, con seriedad científica, tales enumeraciones. Lo que él ha hecho es investigar las causas profundas de la vida nacional. En tal sentido, este libro supone la más concienzuda empresa que en el campo de la Historia se ha realizado en la República Dominicana. Y es precisamente esa cualidad lo que tal vez haga de la obra un esfuerzo temporalmente estéril, porque la verdad hiere y duele allí donde por primera vez hace su aparición.

Eso es este libro: la verdad del caso dominicano. A través de sus páginas puede el lector seguir, ceñidamente, la formación del pueblo y de sus clases parasitarias —subsuelo, estas últimas, en el cual se afinca la minoría explotadora—. Después de estudiar los gérmenes de esa minoría en la Colonia, Jimenes-Grullón acierta a dar con una explicación —a la vez freudiana y marxista— para el nacimiento de la base humana en la cual florecen los explotadores. Tal explicación es aquella de que la “sublimación del ocio” fué la causa que llevó el hecho político a circunstancia preponderante en la vida nacional. “Lo político, con o sin contenido ideológico, tomó el puesto que preocupaciones de diverso carácter ocupan en la mente de otros hombres” —asegura el autor—. El contenido ideológico de “lo político” apenas se manifiesta, y también explica Jimenes-Grullón por qué cuando afirma, páginas antes, que “las masas, poseedoras desde hacía tiempo de las tierras, carecían de motivos para revoluciones agrarias. Las industrias estaban en su cuna; en consecuencia, el proletariado industrial era poco numeroso. La instrucción pública, por otro lado, había logrado escaso desarrollo… Dentro de esas condiciones no podían surgir partidos que tuvieran aspiraciones reivindicadoras en el campo económico-social”.

Hasta cierto punto, esas condiciones persisten hoy, y es a ellas a lo que se debe la carencia de un partido que ligara a las masas para la defensa de sus intereses de clase. Hasta cierto punto, hemos afirmado, porque si la posesión de la tierra por el campesino hace innecesario un movimiento de reivindicación agraria, y si el pueril estado de la Industria no permite la organización de los obreros —simplemente porque no les hay en número suficiente para formar con ellos una fuerza política—, no quiere esto decir que no haya motivos para unir a los más —que son los que sufren— contra los menos —que son los que medran a expensas de la mayoría—. Jimenes-Grullón lo reconoce así cuando aboga por la formación de un Partido Revolucionario que sea el instituto de opinión encargado de realizar desde el Poder las aspiraciones populares.

Esa necesidad de contar con un partido de médula ideológica suficiente para arrastrar a las masas la sienten muchos dominicanos. ¿A qué se ha debido, pues, su no formación? Nosotros contestamos que a la falta de un estudio sereno, como éste de Jimenes-Grullón, que nos permitiera localizar aquella parte del pueblo de donde sale la minoría explotadora. Localizarla para aniquilarla era la clave del problema, porque señalar a un hombre solo, en un momento dado, como el origen de los males del país no es razón bastante para unir a las masas; ese hombre desaparece y no tarda en ser suplantado por otro.

¿Cuál es el vivero de los explotadores? He ahí una pregunta que muchos dominicanos han vivido haciéndose, interesados en acabar con él para salvar de una vez y por siempre a su pueblo de la fatalidad histórica que le impide alcanzar el bienestar y la dicha.

Al cabo de larga y dolorosa búsqueda, nosotros estamos en condición de responder a la dramática pregunta: EL VIVERO ES ESA PORCIÓN DE LA SOCIEDAD DOMINICANA A LA CUAL EL CAMPESINO LLAMA, CON DESDÉN OSTENSIBLE, “LOS PUEBLITAS”.

Debido a que “lo político tomó el puesto que preocupaciones de diverso carácter ocupan en la mente de otros hombres”, la política pasó a ser industria de la cual vivieron —y viven— aquellos que por ocuparse en ella abandonaron toda labor productiva. Esos fueron, fatalmente, los habitantes de las ciudades y pueblos, quienes, más astutos y más preparados, capitalizaron en su provecho el respeto que el campesino tenía al burgués de la ciudad. Jimenes-Grullón señala el fenómeno cuando afirma: “En síntesis, el campesinado, que forma en su casi totalidad la clase media del país, fué corrientemente instrumento dócil en manos de una burguesía urbana reducida en número, carente de ideales patrios y de sentido social avanzado”. Esa burguesía de ciudades pasó a ser profesional de la política y estableció —ya desde el origen de la República— su sistema de gobierno y de explotación, que jamás ha abandonado.

Mientras las ciudades y pueblos tuvieron un número de habitantes no excesivo, los profesionales de la política pudieron vivir en relativo sosiego, pero al crecer las ciudades y pueblos sin que aparecieran industrias que dieran trabajo a la población que se multiplicaba, las posiciones políticas debieron padecer múltiples aspirantes. Todavía para esa época estaba vigente el concepto burgués del honor —que, por lo demás, había de perdurar en el mundo hasta la guerra de 1914—, y de acuerdo con ese código los hombres trataban de resolver sus problemas en campos menos sórdidos que el de la intriga, la calumnia y la delación. Así, pues, cuando una aspiración no podía ser cumplida, se reaccionaba virilmente, peleando. Fué esa la razón preponderante en el origen de la mayor parte de las “revoluciones” que asolaron al país hasta la ocupación norteamericana, ocurrida en 1916. Los rivales políticos se alzaban en armas, y las armas daban o negaban el derecho. Se peleaba, aparentemente, por un caudillo, pero en el fondo de la admiración y de la pasión por ese caudillo se agitaba casi siempre, como un demonio oculto, la esperanza del cargo que hiciera posible el pan y el techo, aspiración elemental del hombre. Desde luego que muchos iban a las batallas llevados solamente por lo que Jimenes-Grullón llama “el complejo heroico” o por romántico amor a la libertad; pero ésos eran casi siempre campesinos que, en nivel más o menos bajo, tenían aseguradas sus vidas, o hijos de burgueses a quienes no amenazaba el hambre. Fué en esas dos clases donde se reclutaron los nombres más numerosos y destacados de nuestra penosa galería de héroes. Buscando la aureola que rodea al valiente o el prestigio que da el Poder, ellos quisieron ganarse un puesto en el alma del pueblo y en la agitada historia nacional; pero mientras ellos morían tras la quimera de la Fama, los astutos se quedaban con las ventajas del triunfo.

Fué así como el Poder pasó en la República Dominicana a ser feudo de “los pueblitas”, los cuales lo utilizaron —y lo utilizan— en su provecho y en perjuicio de la mayoría. Esa mayoría, a la cual no llegan las conquistas de la civilización, está compuesta por la clase campesina y por los trabajadores de las ciudades. Del millón seiscientos mil pobladores con que cuenta el país, un millón trescientos mil son campesinos. Si de los trescientos mil restantes consideramos que cincuenta mil —número expresamente exagerado— ganan su vida en las contadas industrias, y nos preguntamos de qué viven los doscientos cincuenta mil que no son ni campesinos ni obreros, ¿qué respuesta se nos da que no sea la de que esa enorme población parasitaria vive o aspira a vivir de la burocracia estatal o privada?

Esta afirmación, al parecer simple, es sin embargo tan dolorosa que alcanza el rango de patética. Un cuarto de millón de seres no tienen profesión lucrativa en un país pequeño y pobre. Agitándose en pos de un pan inexistente, no hallando en qué emplear sus energías ni manera de satisfacer sus más urgentes necesidades, sólo el empleo en el Comercio o en el Gobierno mantiene vivas sus esperanzas; pero cuando se dirigen al Comercio le hallan agonizante y los cargos públicos están ya ocupados. ¿Cómo alcanzar un puesto que salve a los hijos, a los padres o a ellos mismos de las asechanzas del hambre? Antes se conquistaba ese puesto jugándose la vida; ahora, degenerado y temeroso de la técnica militar moderna, “el pueblita” no se atreve a exponerla. Mas es necesario vivir, ¡vivir!, y si la conquista del pan no puede lograrse como hombre, dando el pecho, se logra por otros medios, calumniando a quien ocupe el cargo que puede resolverle a uno sus problemas, a fin de que aquél lo pierda y uno lo herede, o asumiendo tan terribles responsabilidades en defensa de los que tienen el Poder, que éstos, por gratitud o porque está en su conveniencia tener servidores de fidelidad que nada arredra, se vean obligados a premiar a quien tan radicalmente les sirviera, o aseguren para siempre la intangibilidad de la posición ganada por esa vía.

Ya antes de la ocupación norteamericana se observaba ese mal. “Numerosas familias urbanas de la burguesía y la clase media —dice Jimenes-Grullón— se encontraron sin trabajo y apenas subvenían a las necesidades vitales. Empujadas por la crisis económica, buscaban esas familias apoyo en la política. Una urgencia básica: la de la conservación personal —y no propósitos patrióticos— explica por lo general la actitud. Rodeaban ellas a los jefes políticos colmándolos de manifestaciones de lealtad y de elogios; brindábanles sus consejos, y trataban por todos medios de demostrarles la indispensabilidad de sus respaldos”.

Al aumentar sensiblemente la población —que casi se ha doblado en los últimos veinte años— aumentaron, desde luego, los habitantes de las ciudades y pueblos, pero como no aparecieron industrias para absorber esa población aumentada, sino que, al contrario, languidecieron las que había y se empobreció el Comercio, se ha agravado el mal de manera realmente pavorosa. Aferrados al Poder como única tabla de salvación, “los pueblitas” han olvidado que hay una masa mayoritaria sufriendo a causa de su egoísmo y de sus desaciertos.

Con el disfrute del Poder esa clase no sólo tiene las ventajas económicas, morales y políticas que él da, sino que SOLO PARA SI utiliza esas ventajas. El Presupuesto nacional se gasta mayormente en sueldos a la Burocracia —reclutada, desde luego, entre la clase dominante— y en beneficios para los pueblos y ciudades. Puede decirse, sin temor a exagerar, que a la masa campesina se le devuelve en obras útiles sólo una ínfima parte de lo que ella da al Estado en rentas directas e indirectas, y —lo que es peor— que no se la atiende ni remotamente como ella, clase predominante en la producción de la riqueza, merece ser atendida. Mientras las calles de la ciudad se arreglan para que por ellas paseen sus perversas meditaciones “los pueblitas”, mientras la luz eléctrica y la Escuela Superior y la radio y la Sanidad se ponen al servicio de una clase, que representa la sexta parte de la población total y que, por no trabajar, nada o muy poco da al Estado, el campesino vive en la miserable soledad de su bohío, ignorante, enfermo y triste, escasamente algo más que una bestia de trabajo.

Si el amor a los hombres, y no su propio bienestar, hubiera sido la orientación de “los pueblitas” cuando tan astutamente lucharon por el Poder; si el amor a sus congéneres hubiera iluminado sus pasos, habrían empezado por organizar la vida económica del país de tal manera que la masa de las ciudades y pueblos hubiera ganado su pan honestamente, sin tener que esperar del cargo público la satisfacción de sus necesidades. No lo hicieron así y a ello se debe el fracaso del pueblo organizado en Estado, pues mientras haya centenares de hombres aspirando a cada puesto, habrá miles que en defensa de su sustento llegarán a todos los extremos posibles, y sobre esos miles se apoyarán los hombres de garra para someter a todo el mundo a su férula. Ellos, “los pueblitas” y no otros, son, como se ve, los que sostienen gobiernos de fuerza. Pero todavía hay una conclusión más aterradora: SI “LOS PUEBLITAS” SIGUEN SIENDO CLASE DOMINANTE SERA INEVITABLE EL GOBIERNO DICTATORIAL, PORQUE SOLO EL TERROR ES CAPAZ DE OPONERSE TRIUNFALMENTE AL HAMBRE. ENTRE TANTOS HAMBRIENTOS, UNICAMENTE EL TERROR ASEGURA LA OBEDIENCIA.

Alguien objetará que hay soluciones para ese mal, como es, por ejemplo, la industrialización del país, y nosotros respondemos que esa empresa no puede confiarse a “los pueblitas”, cuya historia de un siglo de fracasos los inhabilita para tan seria obra, y que la industrialización es labor demasiado larga para que pueda esperar por ella un pueblo hostigado por la necesidad de vivir.

La República Dominicana está frente a un problema que se resuelve en un círculo vicioso. “Los pueblitas” trajeron el mal, y ese mal degenera cada vez más a “los pueblitas”. No hay más que un camino de salvación: ANIQUILAR A “LOS PUEBLITAS” COMO CLASE DIRIGENTE.

Planteado el caso en tales términos, surge esta pregunta: ¿Cómo arrebatar el Poder a “los pueblitas”: Y la respuesta lógica y espontánea sigue a la pregunta: ORGANIZANDO EN PARTIDO POLITICO A LOS ENEMIGOS NATURALES DE “LOS PUEBLITAS”, A LA GRAN MASA CAMPESINA.

El instituto de opinión que necesita el pueblo para realizar desde el Poder sus aspiraciones, es pues, un Partido Revolucionario que dé a los campesinos y demás explotados todos los derechos que se les han estado secuestrando durante cuatro siglos. Hacer de ellos hombres completos mediante el disfrute de la civilización es el deber histórico de la juventud dominicana; al tiempo que cumpla este deber sagrado, habrá dado con la fórmula de la dicha y del bienestar nacionales, porque al disfrutar de éstos la mayoría —olvidada hasta ahora— podrá afirmarse que la disfruta todo el pueblo.

Sólo entonces será feliz el pueblo dominicano, porque —para decirlo con las palabras de Jimenes-Grullón— “la auténtica dicha es la que nace del ejercicio de la justicia dentro de los marcos de una vida específicamente propia”.

* * *

¿Servirá este libro para señalar a los dominicanos el camino del porvenir?

Preguntar implica dudar, y duele poner en duda la efectividad de las ideas. Pero desdichadamente se duda por conocimiento del medio, si bien esa duda no pasa de ser ligera y momentánea. No puede estar lejano el día en que este libro sea estudiado y aclamado por todo el pueblo. Acaso ahora a él y al prólogo se responda con insultos, aun sabiéndose que a la idea no la destruye ni oscurece el denuesto, y que a ella sólo puede y debe oponerse otra idea tan elevada y tan desinteresada como ella. Personalmente, el autor de este prólogo no busca polémicas, importa poco el plano en que se desenvuelvan; pero tampoco rehuirá nunca cualesquiera responsabilidades que se gane por hacer uso de su derecho a enjuiciar el fenómeno dominicano y desear la dicha de su pueblo. Lo único que reclamaría el prologuista, si pudiera, es que “los pueblitas” —a quienes acaso duela que se les señale como autores de los males del país— respondan a esa denuncia teniendo en cuenta que al hacerla no se ha perseguido ni se perseguirá otro fin que dar a la patria una felicidad de la que también disfrutarán los hijos de ellos mismos.

Fatalmente, no será así. A este libro y a su prólogo contestará el insulto, aunque aquellos que lo produzcan no puedan, si son hombres de buena fe, amparar esos insultos en la intimidad de sus corazones. A ellos pretenden adelantarse las siguientes palabras:
La verdad es inconmovible, y una vez dicha queda fija cuando ya sus adversarios han pasado. No hay fuerza que logre desterrar del espíritu humano la luz que en él pone una verdad, y aquellos que se creen con poder suficiente para hacerlo olvidan que ellos —hombres al fin, llamados a morir más tarde o más temprano— tendrán que cerrar un día el ojo vigilante y que aflojar el puño implacable, mientras la Humanidad seguirá años y años luchando por su felicidad, y, una vez libre de sus opresores, podrá sacar la verdad del obscuro rincón donde se viera obligada a esconderla, y podrá blandirla entonces como una espada terrible contra los que le hicieron soterrarla.

Una sola verdad, aun la más débil e indefensa, basta para combatir y derrotar a todo un mundo de mentiras.
Juan Bosch
La Habana, 12 de agosto de 1940

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La polémica

. Prólogo indispensable a una breve historia de la oligarquía
¡Ahora!, Nº 328, Santo Domingo, Publicaciones ¡Ahora!, 23 de febrero de 1970, pp.17-24
“Dondequiera que se presenta la ocasión de ponerse en ridículo a propósito de algún problema difícil, aparece indefectiblemente el profesor Julius Wolf, de Zurich”. Federico ENGELS. Prefacio del Tomo III de El Capital, de Carlos MARX.
Mientras dedicada mi tiempo a estudiar y a escribir los artículos complementarios de la tesis de la Dictadura con respaldo popular, o a viajar por los países de Asia —también con fines de estudio—, un eminente sabio dominicano dedicaba el suyo a demostrar que la tesis es la obra de un ignorante fantasioso cuya tarea es confundir al pueblo para que no pueda distinguir entre sus amigos y sus enemigos, es decir, para que no pueda hacer su revolución.

Entre las respuestas que merecieron los seis artículos que escribió el sabio, una apareció como carta en la revista ¡Ahora! (Nº 310, 20 de octubre de 1969, p.9). En esa carta, su autor, José Israel Cuello, dijo que el sabio “da rienda suelta a su profundo odio personal por Bosch”; que para él, “decir lo contrario de lo que dice Bosch, atacar las posiciones de Bosch, constituyen un objetivo en la vida”. Esto es cierto, pero solo en el terreno de las apariencias, pues los tiros con mampuesto que el sabio viene disparándome por la espalda hace más de veinticinco años no son de origen personal; son de origen social. Nuestros intereses personales no chocan, ni han chocado nunca; él es un sabio y yo soy un ignorante; él es un eminente médico, sociólogo, politólogo y filósofo, y yo no soy ni siquiera bachiller; él se educó en Alemania y Francia y yo aprendí a leer y a escribir en una escuelita rural en El Pino, cerca de La Vega, y luego estudié algunos años de primaria, secundaria y teóricos en La Vega y en Santo Domingo; él es nieto y bisnieto de presidentes de la República, sobrino bisnieto de un prócer —Juan Isidro Pérez, el Ilustre Loco— y tataranieto de un mártir de la ocupación haitiana; yo soy el hijo de un albañil catalán que abandonó su oficio en La Vega, donde había construido algunos edificios, para poner una pulpería; él heredó el derecho a ser la más alta figura histórica dominicana de su generación, y además tuvo medios con que adquirir la cultura indispensable para cumplir ese glorioso destino, yo no heredé nombre alguno ni dispuse de medios para estudiar. Es simplemente lógico que habiendo ocupado posiciones tan distintas en el medio social de nuestro país, el eminente sabio me viera siempre desde lo alto, y que rechazara con toda la fuerza de su alma la posibilidad de que yo no siguiera toda la vida colocado allá abajo mientras él seguía situado allá arriba. Con el andar del tiempo, el origen social de los dos iba a determinar que cada uno tomara un rumbo político diferente, de manera que al cabo de los años las diferencias producidas por aquel origen social iban a reflejarse y a profundizarse en el campo político. En esta ocasión, el sabio dio un prodigioso salto de lado a fin de salirme por la izquierda para destruir la tesis de la Dictadura con respaldo popular desde la posición que habían defendido tradicionalmente los partidos y movimientos comunistas de la América Latina, lo que se explica porque los esfuerzos para desmantelar la tesis que se hicieran desde la derecha no estaban llamados a tener éxito; más bien, hubieran provocado una unidad defensiva en las izquierdas. De haber logrado lo que se proponía, el sabio habría obtenido dos premios a la vez; habría destruido la tesis y habría quedado convertido en ideólogo de las izquierdas, tal como dijo en declaraciones para la revista ¡Ahora! (15 de septiembre de 1969) al afirmar: “Estimo que a mi edad puedo hacer mucho más por mi pueblo actuando en función de doctrinario…”. Sucedió, sin embargo, que ni destruyó la tesis ni quedó en función de ideólogo o doctrinario de las izquierdas, sino que le pasó lo que al bizco perseguido por un toro bravo, que veía dos toros, alcanzó a ver una casita que tenía una ventana, y él veía dos, y fue a meterse por la ventana que no era con tan mala suerte que lo cogió el toro que era.

Hago estas observaciones muy a pesar mío, porque de ninguna manera quiero referirme a la batalla que el sabio viene librando contra mí desde hace más de un cuarto de siglo. Me propongo ceñirme sólo a lo que él ha dicho de la tesis de la Dictadura con respaldo popular y a lo que ha escrito después de la serie de artículos que dedicó a la tesis; pero creo que para el conocimiento general conviene que se sepa que lo que el sabio dice sobre mí no se debe a odios personales; se debe a diferencias políticas. Y como siempre lo he entendido así, he tratado de ser comprensivo con los arrebatos pasionales del ilustre sabio y he dejado pasar por alto noventinueve de cada cien ataques suyos, que al fin y al cabo la sabiduría da ciertos derechos. Pero esta vez no puedo mantener la misma actitud, porque los ataques no han sido hechos a mí; han sido dirigidos contra una tesis que fue escrita para que sirviera de instrumento de unidad y de acción del pueblo dominicano. La tesis es del Pueblo, y lo que es del Pueblo debe ser defendido.

En esta ocasión, pues, tengo que salir a responderle al sabio, y me propongo demostrar: a) que nuestro sabio se contradice; b) que ignora unas cuantas cosas; c) que no relaciona valores; d) que es un idealista empedernido; e) que su naturaleza sicológica y temperamental de oligarca le impiden aprender; f) que procede con una ligereza impropia de un profesor de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.

Las contradicciones de un sabio

Nuestro sabio tiene la cabeza tan llena de conocimientos que no le queda en ella espacio para algunas de las cosas que dice. Por ejemplo, en el primero de sus seis artículos afirma que “Puesto que el Diccionario Enciclopédico Larousse, en su última edición francesa [se le olvidó decir el año], es uno de los más ricos, recientes y respetados, copio a continuación la [definición de la palabra oligarca] que éste brinda…”. El segundo artículo comienza con esta frase: “Si se acepta —como es de rigor— la definición que de la palabra oligarquía brinda el Diccionario [Enciclopédico Larousse]…”. Pero en el cuarto artículo se le olvidó su fe en el bendito Enciclopédico Larousse, tan rico y respetado, cuya autoridad tenía que ser aceptada por todo el mundo “—como es de rigor—”, y en la nota Nº 2 dice que “al expresar el Diccionario [Enciclopédico Larousse] que la Revolución Industrial influyó en el nacimiento de la burguesía en la América Latina hace una afirmación que estimo errónea, incompleta. Lo que debió de haber dicho —a mi juicio— es que a raíz de ese hecho…”, etc. [Todos los corchetes, míos, JB].

En el artículo cuarto afirma que “En el campo científico —y la Sociología es una ciencia— el uso de cada término debe obedecer a un significado. No puede responder a una idea antojadiza. Mucho menos cabe —como se ha pretendido— variar el significado, sustituyéndolo por otro puramente imaginario. Si así procediéramos, no habría ciencia, y el razonamiento desembocaría constantemente en absurdos y falacias”. Y sucede que el autor de esas palabras califica de burguesía lo que fue una nobleza esclavista oligarca, y olvida que en esos mismos artículos repite sin cesar un término que no tiene nada de científico, que es el hijo natural de un desliz que tuvo su ciencia sociológica con su ciencia médica, y me refiero a su invención de la “burguesía atípica”.

Pero es en el artículo quinto donde el eminente sabio llega a la contradicción conceptual más alarmante. Ahí dedica largos párrafos a demostrar que ni la burocracia oficial ni las fuerzas armadas y de seguridad están al servicio del Frente Oligárquico, conceptos que según sospecho serán recibidos con entusiasmo en Formosa y Saudí Arabia. Según nuestro sabio, el 95 por ciento de los burócratas “reciben y cumplen órdenes de los gobiernos oligárquicos y no oligárquicos, a los cuales se ven atados por la necesidad del pan”. “Estimo inconcebible considerar a la totalidad de la burocracia como uno de los sectores integrantes de cualquiera oligarquía”, sentencia, y aunque no dice lo mismo con iguales palabras sobre los cuerpos armados, consagra la situación similar de burócratas y militares y policías cuando afirma: “Lo mismo cabe decir de las fuerzas castrenses”. Pero al llegar al punto del clero católico, que pasa a tratar inmediatamente después, afirma con la mayor tranquilidad que “es un hecho que la Iglesia —como institución— sigue apegada a sus riquezas y que sus altas jerarquías, especialmente en nuestros países, continúan siendo —salvo raras excepciones— lo que ayer fueron”. El sistema de valores que usa el sabio para juzgar la función de la burocracia y de los cuerpos armados en la sociedad dominicana —y latinoamericana— no le es útil para enjuiciar al clero, y así viene a resultar que a aquellos los mide con una vara y a éste con otra, y eso, sin que medie distancia alguna entre un juicio y el otro.

Luego, al estudiar la incapacidad de nuestro sabio para relacionar los valores comprenderemos por qué cae en contradicciones tan evidentes.

Las ignorancias del sabio

Todos tenemos conciencia de que en esta hora del mundo es difícil ser sabio, pues son tantos los conocimientos acumulados por el género humano que hasta a nuestro ilustre sabio se le tienen que escapar algunos. Pero como entre los hombres abunda tanto la ignorancia, exigen mucho de un sabio; exigen que cuando habla o escribe conozca por lo menos el valor de los vocablos y las definiciones que está usando. Y por lo que se ve, el nuestro no satisface esa exigencia.

En el primero de sus artículos el sabio remite a los lectores a su libro La República Dominicana: una ficción; y puesto que él lo menciona, me veo en el caso de decir que en ese libro hallamos esta joya de la ciencia sociológica: “Algo peor acontecía con los descendientes de los antiguos esclavos, de cuyo seno fue surgiendo una nueva clase social. El peón del campo o servidumbre de la gleba”. Pues bien, nuestro sabio ignora qué quiere decir servidumbre de la gleba, que fue una determinada posición social totalmente desconocida en nuestro país y en toda la América Latina, pues por mucho que se haya hablado y se siga hablando de feudalismo en nuestros países, lo cierto y verdadero es que cuando nosotros fuimos descubiertos y colonizados ya no había Edad Media en Europa. En la organización feudal, el llamado siervo de la gleba era el campesino que estaba adscrito de por vida a una determinada pieza de tierra —de donde proviene la palabra “gleba”, que significa tierra—; y su condición era tan peculiar que el señor feudal no podía separarlo de esta tierra; si vendía la tierra, tenía que venderla con el siervo, y si traspasaba el siervo a otro señor, tenía que hacerlo junto con la tierra, pues en el sistema feudal, a diferencia de lo que ocurre en el nuestro, ninguna persona podía ser separada de su medio de producción o sus instrumentos de trabajo. Aquí viene bien recordarle a nuestro sabio sus propias palabras: “en el campo científico —y la Sociología es una ciencia— el uso de cada término debe obedecer a un significado: no puede responder a una idea antojadiza. Mucho menos cabe —como se ha pretendido— variar el significado, substituyéndolo por otro imaginario…”; como por ejemplo, llamarle siervo de la gleba a un peón campesino dominicano.

En al artículo segundo, el ilustre sabio dice que “Trujillo, al tomar las riendas del poder, ya era un burgués —en virtud de que se fue enriqueciendo, mediante el peculado, con el gobierno de Vásquez—”. Como se ve, nuestro sabio considera que “hombre rico” y “burgués” tiene la misma significación, y de este error procede una parte importante de la abrumadora confusión que va sembrando a su paso cada vez que se pone a hablar de los problemas de la historia dominicana.

La categoría de burgués viene dada por la posición de la persona en el proceso de la producción, no por la cantidad de riquezas que tenga. Nuestro sabio no quiere darse cuenta deque en el mundo ha habido hombres ricos —y fabulosamente ricos— desde hace miles de años, pero sólo ha habido burgueses desde hace siete u ocho siglos, y burgueses según la concepción de la sociología marxista, desde el siglo XVI, y en ese siglo, sólo en algunos países de Europa. Los reyes persas nadaban en oro y en piedras preciosas; Lúculo acumuló tantas riquezas saqueando las provincias asiáticas que se daba el lujo de gastarse el equivalente de quince mil dólares en una cena para dos personas nada más, él y su amigo; otro tanto hacía Craso, y a Alejandro y a César les sobraban las riquezas. Y sin embargo ninguno de ellos fue burgués. Como nuestro sabio es un formidable inventor de argumentos, dirá que él sabe muy bien que esos señores no eran burgueses porque en sus tiempos no había burguesía, y en ese caso yo le respondería que en el siglo pasado y parte de éste había marajáes de la India tan ricos como los personajes mencionados, y ninguno de esos marajáes era burgués, y que hasta hace pocos años abundó en Europa un espécimen social muy conocido, el avaro, que figura en obras de teatro y en novelas; los avaros acumulaban millones y morían millonarios, y no eran burgueses, pues según dice Marx, refiriéndose a una cantidad dada de libras esterlinas —la moneda inglesa—, “sustraídas a la circulación, se petrificarían en forma de tesoro y no harían brotar ni un céntimo, aun cuando estuviesen encerradas en su cueva hasta el día del Juicio Final”, y si “se gastasen como dinero, faltaría a su papel. Dejarían de ser capital” (El Capital, Tomo I, Ediciones Venceremos. La Habana, 1965, p.115). Una persona pasa a ser burgués sólo después que su dinero pasa a ser capital, y para que ocurra esto se requiere que ese dinero sea desembolsado, se conserve en la circulación y se incremente con una plusvalía, que es lo que lo valoriza. Según Marx, “este proceso es el que lo convierte en capital” (Ibíd ., p.114). “Ni el dinero ni la mercancía son de por sí capital, como no lo son tampoco los medios de producción ni los artículos de consumo. Necesitan convertirse en capital. Y para ello han de concurrir una serie de circunstancias concretas, que pueden resumirse así: han de enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy diversas de poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero, medios de producción y artículos de consumo, deseosos de valorizar la suma de valor de su propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra parte, los obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y, por tanto, de su trabajo”. Marx dice a seguidas: “Obreros libres, en el doble sentido de que no figuran directamente entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni cuentan tampoco con medios de producción propios, como el labrador que trabaja su propia tierra, etc., libres y dueños de sí mismos. Con esta polarización del mercado de mercancías, se dan las dos condiciones fundamentales de la producción capitalista”. (Ibíd ., p.655).[Todos los subrayados son de Marx].

Aunque Marx dijo esas cosas con la mayor claridad a que puede aspirarse en cualquier lengua, para que lo entienda hasta un sabio dominicano, quizá convenga advertir que para Marx son mercancías tanto el capital, los medios de producción y los artículos de consumo como la fuerza de trabajo del obrero, y tal vez convenga subrayar que él dijo taxativamente que se trata de obreros libres, no de esclavos ni siervos pues dentro de poco tendremos que recordar al eminente sabio que los propietarios de esclavos no eran burgueses.

Volviendo al punto de que partimos —que “Trujillo, al tomar las riendas del poder, era ya un burgués”, porque se había enriquecido con el peculado bajo el gobierno de Horacio Vásquez—, debe afirmarse categóricamente que hasta hoy no ha aparecido la menor prueba de que Trujillo hubiera convertido en 1930 en capital ese dinero que había robado. Sí había comprado con él alguna que otra casa que tenía alquilada —cosa que ni yo ni el ilustre sabio podemos afirmar—, entonces era un típico pequeño burgués, pues el propietario de medios de producción limitados, que se apropia directa o indirectamente la plusvalía de pocas personas, no es un burgués; es un pequeño burgués.

En ese segundo artículo el eminente sabio dice que “el crack financiero de 1929 produjo una detención de inversiones norteamericanas en nuestra América. Simultáneamente, en diversos países —como Brasil, México y la Argentina—cobró fuerzas el sector nacional de la burguesía que, dominado hasta entonces por la expansión económica imperialista y los gobiernos que la propugnaban, apenas había hecho tímidos asomos. El suceso coincidió con el nacimiento de partidos políticos nacionalistas”. Nuestro sabio ignora que 19 años antes de la crisis de 1929 había estallado la formidable revolución mexicana, que costó más de medio millón de vidas, una revolución burguesa, y por tanto nacionalista, que consagró ese nacionalismo en la Constitución de Querétaro, redactada y promulgada en 1917. En el artículo siguiente persistirá en este punto, al grado que no sólo achacará al gobierno de Lázaro Cárdenas, producto directo de la revolución mexicana, al crack de 1929, sino que también meterá al de Perón, surgido en 1943, entre los que produjo la crisis de 1929, como si entre 1929 y 1943 no se hubieran dado el estallido de la segunda guerra mundial en 1939, su ampliación a toda Europa con el ataque a Rusia en 1941 y su extensión a todo el globo con el ataque japonés a Pearl Harbour en ese mismo año, todo lo cual provocó cambios formidables en la economía mundial y en la de la América Latina, y con ellos, cambios políticos que sacudieron medio mundo y en el caso de la Argentina llevaron a Perón al poder en 1943. Así, nuestro sabio pretende explicar con la crisis de 1929 acontecimientos que sucedieron en un lapso de 33 años, 19 antes y 14 después de 1929.

En ese mismo artículo segundo que estábamos analizando antes de caer por fuerza en el tercero, nuestro sabio escribe cinco veces las palabras “imperio económico” y tres veces da el mismo concepto con la palabra “imperio”. En las ocho ocasiones, las escribe con letras todas mayúsculas. El sabio se refiere con tales palabras al emporio económico de Trujillo, de donde se deduce que ignora la diferencia que hay entre los vocablos “imperio” y “emporio”. Y en este caso no hay posibilidad alguna de achacarles la confusión a los correctores de pruebas, porque el sabio no deja lugar a dudas; escribió “imperio económico” y no otra cosa, y así lo hace en el resumen con que encabeza el artículo tercero, donde las dos palabras aparecen también en letras mayúsculas.

En el artículo cuarto dice nuestro sabio: “Como se sabe, Ferrand restauró la esclavitud”. El sabio ignora que la esclavitud fue restaurada en todos los territorios franceses de las Antillas —y el nuestro era territorio francés desde 1795— mediante la ley del 20 de mayo de 1802, promulgada por el gobierno francés llamado del Consulado, que encabezaba Napoleón Bonaparte en su condición de Primer Cónsul. El general Louis Ferrand, gobernador de un territorio francés y además oficial superior del ejército de Francia, tenía que obedecer órdenes de su gobierno, y nada más. Por otra parte, eso fue ya dicho por mí en un artículo publicado en la revista ¡Ahora! hacia agosto o septiembre de 1968, y lo menos que debió haber hecho el eminente sabio fue haber leído esos artículos antes de escribir los suyos, aunque me hago cargo de que a él debe resultarle muy difícil, sino imposible, leer algo que escriba una persona tan ignorante como yo.

En el artículo quinto el sabio afirma que “de acuerdo con el criterio contemporáneo, la burguesía es la dueña de los medios de producción, es decir, de la tierra, los bosques, las aguas, el subsuelo, las materias primas, las herramientas y los edificios dedicados a la producción, las vías de comunicación, etc. Y vive a expensas del trabajo asalariado de los obreros, a los cuales explota”. (A partir de las palabras “la tierra”, incluidas, todo lo demás va entre comillas, pues el sabio copió la definición de un manual de marxismo-leninismo, cuya fuente ofrece en las notas al artículo).

Según nuestro sabio, “esta burguesía ya existía desde la Colonia, pero no acusaba todos los rasgos de dicha clase social, razón por la cual he llamado a la burguesía de entonces atípica. Ya ella era dueña de los medios e instrumentos de producción, y explotaba a sus anchas tanto al esclavo como a nuestros peculiares siervos, lo que le permitió ir acumulando capitales, que extraía de la explotación agraria, pecuaria y minera, fundamentalmente”. Pero he aquí que el sabio olvidó tranquilamente que pocas líneas antes había copiado del manual del marxismo-leninismo que consultó estas palabras fundamentales: “…vive a expensas del trabajo asalariado de los obreros, a los cuales explota”, y como lo que explotaba ese engendro llamado “burguesía atípica” no era trabajo asalariado de obreros, sino “tanto al esclavo como a nuestros peculiares siervos”, resulta que lo que acumulaba eran riquezas, pero no era capital. En suma, los “burgueses atípicos” del sabio no eran ni burgueses ni atípicos; eran oligarcas esclavistas.

Ahora llega el momento de la mayor confusión de nuestro sabio, de manera que dentro de unas líneas nos veremos en una situación parecida a la de aquellos negros, vestidos de negro, que estaban peleando en un cuarto oscuro: nadie sabía quién le daba a él ni a quién él le daba. En ese mismo artículo quinto encontramos este párrafo: “Se sabe ya —por lo dicho en los inicios de este trabajo— [es decir, por el párrafo que hemos copiado antes que éste. Corchete mío, JB] lo que es la burguesía y, fundamentalmente, su fuerza determinante dentro de las relaciones de producción”.

¿Qué es lo que quiere decir el sabio con esas palabras? ¿De dónde, por amor de Dios, le salieron? ¿Qué clase de lío es el que se ha formado en su cabeza, que de buenas a primeras transforma el concepto de “posición en las relaciones de producción” por el de “fuerza determinante dentro de las relaciones de producción”? [Itálicas mías, JB].

El problema de la posición de cada quien —obreros y burgueses— en el proceso de la producción, o para decirlo de manera más propia, en las relaciones de producción, no tiene nada que ver con una fuerza, sea esta física o mágica, objetiva o subjetiva, social, económica o política. La producción genera una fuerza, que incrementa el capital del burgués y lo comunica a éste su poder económico y su importancia social y política; pero eso sucede sólo después que el producto ha completado su ciclo, después que ha salido al mercado, ha sido vendido y el burgués ha recuperado su capital inicial acrecentado o incrementado con la plusvalía que le incorporaron lo sobreros. El burgués o patrono no tiene ninguna “fuerza determinante dentro de las relaciones de producción”. Cuando se habla de la posición de cada quien en el proceso de la producción se está hablando de algo que ocurre en el primer momento de ese proceso; y en ese primer momento, la posición del burgués está determinada por su condición de dueño del capital de inversión y de los medios de producción, lo que a su vez lo convierte automáticamente en dueño de los artículos de consumo, en tanto que la posición del obrero es otra; él aporta a la producción su fuerza de trabajo y recibe por ella una cantidad de dinero estipulada de antemano —el salario o jornal—, a cambio de la cual da una cantidad de trabajo; en esa cantidad de trabajo hay siempre una porción no retribuida por el patrón o burgués; es la plusvalía, que el burgués se apropia. Puede suceder que al salir al mercado, el producto baje inesperadamente de precio y el burgués pierda dinero; puede hasta darse el caso de que con esa baja el burgués quede arruinado. Pero nada de eso tiene que ver con el hecho de cuál era su posición en el proceso productivo en el momento mismo en que se produjo el artículo. La posición del burgués en el proceso de la producción, así como la del obrero, no tiene nada que ver con ningún género de fuerza; y esa posición no se sitúa dentro sino en el proceso de la producción; por eso se habla de posición en las relaciones de producción, es decir, en el campo de las relaciones que ligan a todos los elementos humanos y materiales que conducen a la producción. Si no se comprende esto no se comprenderá nada de lo relativo a la composición de la sociedad capitalista, y por eso le pido a nuestro sabio que use toda la fuerza mental que tenga a su disposición para que se salga cuanto antes del enredo que ha creado al introducir en el concepto de “relaciones de producción” esa “fuerza determinante”, y fundamental, que le atribuye a una burguesía tan afanosamente inventada.

En la nota Nº 6 al artículo quinto el sabio dice que “en su obra en dos tomos, aún inédita, sobre el desenvolvimiento socioeconómico de nuestra isla en el curso del siglo XVI, el joven y acucioso investigador Prof. Frank Moya Pons ofrece una relación que puede considerarse completa de las familias que alcanzaron gran poder económico en la citada época. He aquí algunos nombres…”. A seguidas da los nombres y termina diciendo que casi todas estas familias llegaron a poseer extensos hatos y algunas de ellas “se orientaron, además, a la explotación del azúcar. Obedecían, pues, a una mentalidad francamente burguesa”. Esta nota indica que el sabio no había leído, por lo menos hasta fines de 1969, obras tan fundamentales para el conocimiento del pasado nacional como la Historia General y Natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo, donde hay una relación bastante detallada de dueños de ingenios de azúcar y hatos de reses en Santo Domingo, hasta el fin de la primera mitad del siglo XVI, y quien ignora libros así no debe hablar de la sociedad colonial. Es muy meritorio que el profesor Frank Moya, un joven investigador de seriedad poco común, se dedique a estudiar metódicamente la realidad socioeconómica de Santo Domingo en el siglo XVI, pero es muy lamentable que nuestro sabio haya escrito sobre los problemas socioeconómicos de la Colonia sin conocer las fuentes históricas donde se tratan esos problemas; y conviene que a pesar de haber leído los originales de la obra de Moya Pons lea a Oviedo (por ejemplo, la obra citada, Tomo I, Capítulo XI, pp.78-79, edición de la Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1959), para que se dé cuenta de que “es mucha cantidad la que del ganado vacuno se mata e alancea en el campo, o se deja perder la carne, por salvar los cueros para los llevar a España”, porque en esos años una cabeza de ganado valía “un peso oro”, según decía Oviedo, debido a que la población de toda la isla era tan pequeña —probablemente, menos de dos mil familias— que no había mercado para esos miles y miles de cabezas de ganado que se producían de manera silvestre.

En el artículo sexto el sabio se pregunta qué es eso de “arritmia histórica”, y se contesta que “es una pura figura literaria, que no dice nada nuevo y con la cual se pretende explicar el vaivén de nuestro desenvolvimiento desde la llegada de Colón hasta la fecha”. El sabio llega a decir que todos los pueblos han sufrido ese “vaivén”, y “de más está decir que también se ha expresado en el capitalismo, con sus repetidas crisis”. Desde luego, me explico que un sabio tan eminente no pueda dedicarse a leer las cosas que escribe un ignorante como yo, pero me parece inexplicable que ese sabio, que acudió a un diccionario enciclopédico para enterarse de lo que quería decir la palabra oligarquía, no acudiera a un diccionario más modesto para enterarse de lo que significa la palabra arritmia. Arritmia es una cosa y vaivén es otra, e incluso podría darse el caso de que en un vaivén hubiera arritmia. Pero desde luego, arritmia no significa crisis, ni tiene nada que ver con ese vocablo, ni crisis significa vaivén, o al revés; de manera que ahora tenemos que el sabio ignora tres veces lo que quiere decir arritmia, lo que quiere decir vaivén y lo que quiere decir crisis. Arritmia es una irregularidad en el ritmo, y desde que empecé a usar el término aplicándolo a la historia dominicana dije que lo usaba porque nuestro país no ha seguido el ritmo de la historia según ésta se ha producido en otros países de América; nuestra historia ha sido arrítmica dentro del ritmo general de la historia americana, he dicho más de una vez. Espero que a partir de ahora el sabio no siga ignorando el valor de esa palabra cuando yo la escriba o cuando alguien la refiera a lo que yo haya escrito.

En el mismo artículo sexto el sabio dice, refiriéndose a Europa, que “allí el resquebrajamiento de la estructura feudal y otros acontecimientos —como las Cruzadas— vinculados a este fenómeno, dieron origen a la burguesía”. Y sucede que como lo sabe cualquier estudiante europeo de bachillerato, el fenómeno fue totalmente al revés: la formación y el consiguiente desarrollo de la burguesía resquebrajaron y acabaron destruyendo el orden feudal. La burguesía salió del centro del sistema feudal, dentro del cual se había formado, de la misma manera que el pollo sale de adentro del cascarón. El cascarón no “da origen” al pollo cuando se rompe, sino que para salir, el pollo rompe el cascarón. Esto es algo que debería saber un médico, y cuando se trata del pollito de la burguesía, deben saberlo también un sociólogo, un filósofo y un politólogo, y es en verdad increíble que no lo sepa ninguno de los cuatro.

Es normal que se ignoren algunas cosas; pero ignorar tantas es pasarse de la raya.

El problema de relacionar valores

Los pintores naifs o ingenuos traducen en obras de arte una incapacidad nata para relacionar los tamaños y los planos, y el tamaño de objetos, cosas y seres, así como el plano en que se halla cada uno, son valores objetivos. Así, un pintor ingenuo pinta un paisaje en el que hay una palma, una vaca y una gallina, pero cada uno de esos valores está aislado en el cuadro y todos se hallan situados en un mismo plano. Al disponerse a pintar el paisaje, el autor comenzó por la palma y se concentró en ella como si no existiera ninguna otra cosa ante él; cuando terminó de pintar la palma se olvidó de ella y se dedicó con toda su alma a pintar la vaca, totalmente absorto en ese cuadrúpedo y ajeno al hecho de que al lado de la vaca había una palma; y lo mismo le sucedió con la gallina. Todo lo que aparece en el cuadro se presenta en el primer plano, como si no hubiera distancia a profundidad que separara los elementos pintados, y sucede que la gallina es más grande que la palma y la vaca es más pequeña que la gallina. Ahora bien, nadie toma en consideración la falta de relación de los valores objetivos de ese cuadro, porque su conjunto está realizado con gusto exquisito, con detalles que sorprenden, con colores ricos, y de todo él emana una gracia arrobadora. Así, una persona incapaz de relacionar los valores puede llegar a ser un gran pintor ingenuo y un poeta extraordinario, porque es virtud del artista crear mundos irreales a partir de una realidad que el artista ha visto a su manera. Pero esa persona no será nunca un verdadero sociólogo, un politólogo, un filósofo, y si se gradúa de médico, no ejercerá su profesión, porque en esas carreras hay que ver la realidad tal como es y hay que relacionar los valores objetivos y subjetivos.

Por ejemplo, pretender trasladar a Santo Domingo eso que Lysis y Lenin llamaron la “oligarquía financiera” de Europa es como empeñarse en meter cien litros de agua en una media botella de ron; y sin embargo el sabio lo hace en su primer artículo. Las oligarquías financieras sólo pueden darse en los países altamente desarrollados, donde es fácil usar mediante trucos los fondos del pueblo porque el público compra acciones de compañías industriales o de otro tipo valiéndose de la bolsa, una institución que no se conoce en nuestro país, y esos fondos se reúnen en los bancos con los de los ahorristas, que son millones. Lenin presenta un ejemplo extraído de Lysis; el de “un pequeño grupo de 50 personas que representan 8 millones de francos solamente”, y sin embargo el grupo “dispone así de dos mil millones colocados en cuatro bancos” (V. I. Lenin, Obras escogidas, Tomo I, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1960, p.767). Cuando se habla de dos mil millones de francos se menciona el franco de principios de este siglo, no el franco devaluado de hoy, de manera que se trata de una suma que equivaldría por lo menos a ochocientos millones de dólares de hoy, y quizá más; es decir, más de cuatro veces el presupuesto nacional dominicano y sólo una quinta parte menos de todo lo que produce nuestro país en un año. Atribuirles la categoría de oligarquía financiera a los enanitos de la recién nacida banca privada de Santo Domingo, unida todavía por el cordón umbilical a los bancos coloniales de Puerto Rico, es el resultado de una incapacidad para relacionar valores. Eso es como darle al elefante el mismo rango que al cerdo porque ambos son cuadrúpedos y paquidermos.

A lo largo de lo que escribe el eminente sabio que nos ocupa pueden hallarse pruebas abundantes de su incapacidad para relacionar valores. Hablando de Francisco del Rosario Sánchez dije que en la polémica sostenida en torno a la conducta del patricio no se tomó en cuenta que se trataba de un hombre de la baja pequeña burguesía que había actuado en un país donde no había una burguesía colocada en la dirección de la sociedad, y el sabio respondió: “Yo dije que pertenecía a la clase media”. Y bien, si lo sabía, ¿por qué no estudió al personaje tomando en cuenta su contexto social; porqué no trató de explicarse su conducta como un producto, o un reflejo, del medio en que actuaba y de la posición que ocupaba en ese medio? Ningún hombre es una criatura de laboratorio, que podemos estudiar in vitro, aislada de su medio, mucho menos cuando lo que nos interesa en ese hombre es su función pública.

La incapacidad para relacionar valores explica muchas de las contradicciones en que cae nuestro sabio, pues así como no establece relaciones en el espacio no las establece en el tiempo, y el resultado es que a menudo no recuerda hoy lo que dijo anteayer. Por ejemplo, en su artículo quinto reclama que “La lucha —lo reitero— debe ser contra la totalidad de la clase burguesa hoy lacaya del imperialismo”, lo que significa, desde luego, que en Santo Domingo hay que llevar al poder a la dictadura del proletariado, pero hasta anteayer el autor de esas palabras era partidario de lo que él llamó una “semidictadura con apoyo castrense”; cosa que según entendió todo el mundo y dijo él mismo, estaba muy lejos de parecerse a la dictadura del proletariado.

Un idealista químicamente puro

Cuando se dan juntas en una persona la incapacidad para relacionar valores y la actitud filosófica idealista, la situación se hace compleja, porque el idealismo, por sí solo, hace difícil el proceso en virtud del cual la mente humana queda preparada para ver la realidad tal como es, cada parte relacionada con las restantes y con el todo, lo infinitamente pequeño relacionado con lo infinitamente grande, unos y otros influyéndose y modificándose mutuamente. El que pretenda influir desde afuera en una cabeza donde se reúnan la incapacidad para relacionar valores y la actitud filosófica idealista, se pasará la vida en un trabajo inútil; es mejor que apague la vela y se vaya, porque no conseguirá nada. Para que se produzca un cambio, el sujeto afectado por ese doble mal debe aceptar que está equivocado; debe reconocer con auténtica humildad que su incapacidad para relacionar valores es un obstáculo serio en el camino de una transformación, es decir, en la tarea de dejar de ser idealista; debe olvidar todo lo que cree que sabe y comenzar a aprender de nuevo desde abajo, a partir del nivel cero de los conocimientos, pues lo cierto es que los conocimientos que ha acumulado en su vida están dispersos y además han sido deformados por la naturaleza idealista de las concepciones del sujeto.

Al escribir sobre Pedro Henríquez Ureña, nuestro sabio le echa en cara que no fuera marxista; a menudo el lector encuentra que el ilustre escritor es acusado por “su desconocimiento del marxismo”. “Ello hace ver que desconoció el marxismo”, dice en algún sitio nuestro sabio; y afirma que “se presenta, desde temprano, como un consumado idealista”.

Pero resulta que Pedro Henríquez Ureña murió en 1946, a los sesentidos años; y en 1946, el sabio, que tenía cuarentitres años, no era marxista; y en 1965, cuando tenía la misma edad que tenía Henríquez Ureña al morir, no era marxista, a pesar de que, según declaró en la revista ¡Ahora! el 15 de septiembre de 1969, cuando regresó al país, a fines de 1961, ya “veía en el marxismo la concepción del mundo y la interpretación histórica que más se compadecen con la lógica”, pero “no me había adentrado de lleno en esa doctrina y me sentía inclinado hacia el socialismo reformista”; y en 1969, cuando publicó el libro sobre el eminente crítico literario, el sabio era un idealista consumado. En la misma entrevista en que dijo que conocía el marxismo y lo consideraba “la concepción del mundo y la interpretación histórica que más se compadecen con la lógica”, hizo estas declaraciones: “El trujillismo es un estado de espíritu o —para mejor decir— un tipo de mentalidad que se traduce en un acendrado egoísmo, el apego a las peores normas pretéritas y la ausencia de principios éticos. El auténtico trujillista es, por tanto, un perfecto amoral, para quien sólo cuentan los goces groseros y los bienes materiales”. Esas pocas frases pueden presentarse en cualquier lugar del mundo como un modelo de sicologismo idealista del más barato que puede hallarse en el mercado de las ideas.

Nuestro sabio, según se ve, es un idealista químicamente puro.

Un oligarca de la sabiduría

¿Y qué pasa, si además de todo lo dicho resulta que en una misma persona se reúnen la incapacidad para relacionar valores, el idealismo en estado efervescente y una naturaleza sicológica y temperamental oligárquica? Ah, entonces, amigos míos, de esas extrañas combinaciones sale un sabio filósofo, médico, sociólogo, politólogo, que está en la cima de un Olimpo criollo disparando rayos contra todo el que no se prosterne ante su soberanía intelectual; de ahí salen torrentes de cólera divina dirigidos a la cabeza de un pequeño burgués que no tiene títulos universitarios y que a pesar de eso se atrevió a escribir una tesis de la Dictadura con respaldo popular.

Cuando el sabio comenzó a disparar sus rayos contra la tesis de la Dictadura con respaldo popular, le salieron al encuentro José Israel Cuello y Máximo López Molina, y temblaron los mundos, porque él no tolera que nadie ponga en duda sus afirmaciones. Él es “el abanderado de la verdad” y los que rechazan sus afirmaciones “se hallan al servicio de la mentira”. Si sus ataques a la tesis fueron respondidos con ataques, esos llegaron “de los flancos revolucionarios —algunos de los cuales son auténticas excrecencias de la podredumbre—”. Él sirve a la verdad. “Pero nada de esto cuenta para los perversos, estultos o enajenados de cuyos protervos ataques soy víctima. En la imposibilidad de responder a las ideas con ideas, contestan con la infamia. Quizá que tras ellos haya una cabeza oculta…”, porque ya se sabe que “—como dijo Martí— para todo hay ciegos y cada empleo tiene en el mundo su hombre”.

En los tres primeros artículos de la serie destinada a desacreditar la tesis de la Dictadura con respaldo popular, nuestro sabio se mantuvo en un nivel normal, dentro de lo que él considera “actitud científica”; pero tan pronto hubo quien se diera cuenta de la finalidad política que se perseguía con esos artículos, y en consecuencia aparecieron algunas críticas a lo que se decía en ellos, el oligarca de la sabiduría se sintió ofendido y a partir del artículo cuarto se le desataron las pasiones y comenzaron a escapársele palabras y párrafos que no podía controlar. Así, en ese artículo cuarto dijo que volvía a la carga porque “las figuras generadoras del confusionismo no han cesado en su tarea. Con un empecinamiento digno de mejores causas, continúan escribiendo o hablando sobre estos tópicos”. Desde luego, era imperdonable que nadie escribiera —o hablara, siquiera— de un asunto sobre el cual el sabio había dicho ya su palabra definitiva, y por eso los “generadores del confusionismo” tenían que pagar su delito. En el mismo artículo dirá que de lo que él dijo —porque lo que él dice es sagrado— “se infiere que sólo en el plano de la fantasía puede mantenerse el criterio de que la clase burguesa nació en nuestro país con Trujillo, y que éste inicia la acumulación capitalista”.

En el artículo quinto abundan las referencias a “los confusionistas” —que soy yo, desde luego—, y por eso los tres artículos finales de la serie se llaman “Frente al Confusionismo”. Hablando del Frente Oligárquico dirá que “se ve a las claras que tal frente es un puro exabrupto imaginativo”, palabras con las cuales se despoja de la careta del científico para mostrarse como un político que tiene la misión de destruir el Frente de la Dictadura con respaldo popular antes aun de que nazca. Para lograr esto se dedica a destruir el Frente Oligárquico, al que llama “fabuloso”, “mítico”, y se dedicará a desmontarlo pieza a pieza a fin de que cuando haya terminado su tarea no se le ocurra a nadie incorporarse a un frente del pueblo destinado a luchar contra el de la oligarquía, porque éste no existe; es la invención “fabulosa” y “mítica” de un ignorante. Así demuestra que la burocracia, las fuerzas armadas y los intelectuales que les sirven a las oligarquías no les sirven nada; son unos pobres explotados, que ven “en el explotador a un enemigo, razón por la cual su posición íntima es más bien antiburguesa y anti-imperialista”, en lo cual coincide nuestro sabio con las religiones que perdonan cualquier pecado, hasta el más grave, si el pecador se arrepiente “en lo íntimo de su alma”. En conclusión,“cuando se ha expuesto sobre el punto pone al desnudo que el Frente Oligárquico es una pura elucubración —reñida con la Sociología y la Economía— que, por desventura, tiende a confundir al Pueblo respecto a quiénes son sus enemigos”. “…los propugnadores de la concepción sostienen además, la absurda tesis de que la oligarquía impide el desarrollo de las burguesías de nuestros países, con lo cual enfrentan una entidad imaginaria con una entidad real. Han forjado así un fantasma cuya admisión desvía la sana orientación del proceso revolucionario en marcha, señalándole una meta que pertenece al mundo de lo mítico”.

A este sabio, que le dio tan sana orientación al proceso revolucionario —como saben todos los dominicanos—, y a quien con justa razón le duele tanto que “los confusionistas” hayan echado a perder la obra de su vida desviando esa sana orientación, no le basta haber inventado, contra la opinión de Marx, una burguesía que actuaba en tiempos de la Colonia, sino que dice que las oligarquías latinoamericanas son “un producto directo de la burguesía —clase en la cual ejercen la función directora”. José Carlos Mariátegui, uno de los pocos clásicos del marxismo en la América Latina, afirma que “la clase terrateniente no ha logrado transformarse en una burguesía capitalista, patrona de la economía nacional (Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Biblioteca Amauta, Lima, 1959, Sexta edición, p.24), y agregará que “en el Perú no hemos tenido en cien años una verdadera clase burguesa” (Ibíd ., p.42), y explicará que “el poder de esta clase —civilistas o neogodos—procedía en buena cuenta de la propiedad de la tierra. En primeros años de la Independencia, no eran precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios” (Ibíd ., p.63).

Para Mariátegui, pues, los terratenientes —oligarcas tradicionales— “no han logrado transformarse en una burguesía capitalista”, lo que indica que en el Perú, como en toda la América Latina, la oligarquía precedió a la burguesía y ésta debía salir de aquella, por lo menos allí donde pudiera formarse, e indica además que la burguesía es un sector social más desarrollado que la oligarquía, aunque ésta última haya supervivido en el mundo capitalista y sea, por tanto, un sector de la sociedad capitalista, tal como lo es la burguesía, por lo cual se comprende que aunque en la América Latina se viene hablando de las oligarquías desde hace más de siglo y medio, nadie se haya dedicado a localizarlas y a estudiar sus características, las que las distinguen con toda precisión del sector burgués, con el cual se presentan mezcladas.

En su excelente libro El Ingenio, una de las obras que no pueden faltar en la biblioteca de quien pretenda conocer o quiera conocer la realidad social latinoamericana a lo largo de su historia, el economista y escritor Manuel Moreno Fraginals dice: “El ímpetu creador de la oligarquía cubana de fines de siglo XVIII y principios del XIX fracasó, su gran idea burguesa de revolucionar los medios de producción no pudo llevarse a cabo porque ellos no eran netamente burgueses, sino dueños de esclavos” (El Ingenio, La Habana, Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, 1964, p.33). Moreno Fraginals es un marxista serio, no un charlatán, y considera que los grandes productores de azúcar de Cuba en una época tan avanzada como el 1847, eran oligarcas, no burgueses, y así oligarcas, les llama a lo largo de todo su libro, y a veces, hablando del grupo, sacarócratas o sacarocracia. Pero nuestro oligarca de la sabiduría afirma, con una arrogancia olímpica: “Se sabe ya —por lo dicho en los inicios de este trabajo— lo que es la burguesía y, fundamentalmente, su fuerza determinante dentro de las relaciones de producción. Dije —basado en realidades— que ella nació en la Colonia, por lo cual es un serio dislate de los confusionistas afirmar que la clase dominante entonces era una nobleza esclavista. Este concepto, totalmente anti-histórico y anti-económico es insostenible”.

Pues bien, el concepto totalmente antihistórico y antieconómico, absolutamente insostenible, es el del sabio, y aunque le desagrade mucho, la clase dominante en esos tiempos coloniales era la esclavista, no el engendro socio-médico llamado “burguesía atípica”.

Pues bien, sucede que en 1968 yo creía que esa nobleza esclavista u oligarquía era una burguesía. Pero como yo soy un ignorante sé una cosa: que nadie nace sabiendo; que los conocimientos se adquieren estudiando, observando, analizando, y sobre todo manteniendo una actitud muy humilde, pues a menudo hasta un analfabeto puede enseñarnos cosas importantes. En una serie de artículos publicados en ¡Ahora! en 1968 y en el libro Composición social dominicana, escrito también en esos días —que debe estar saliendo ya a la circulación en Santo Domingo—, yo le llamaba burguesía al conjunto de propietarios de ingenios de azúcar y de fincas de cacao, café y añil que hubo en nuestro país a principios del siglo XVI y en Haití a partir del siglo XVII. Creí que formaban burguesía y después me convencí de que eran oligarquías. Mi error se explica porque en 1968 yo no había leído a Marx ni a otros autores versados en la ciencia sociológica y en la ciencia económica, y desde luego cuando tenga que publicar otra edición del libro y cuando tenga que reunir en volumen los artículos de 1968 haré las enmiendas del caso, porque no me considero un Júpiter de la sabiduría; al contrario, creo que el hombre tiene la ventaja de que puede aprender hasta el último día de su vida, y que eso es un privilegio, no una afrenta.

Las ligerezas del sabio

Si yo fuera sociólogo, filósofo, politólogo, médico y profesor de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, no sería capaz de utilizar un diccionario enciclopédico —o de otro carácter— para enterarme de cosas que no conozco, y mucho menos daría esos diccionarios como fuentes de conocimientos dignos de fe ciega. Los diccionarios enciclopédicos, aunque sean tan afamados como la Enciclopedia Británica, sirven apenas para orientar a los estudiosos hacia la materia que les preocupa, pero no sientan cátedra en ningún caso. Lo que dice un diccionario enciclopédico es siempre opinión de la persona a quien se le encarga escribir sobre una materia; yo mismo he colaborado en algunos diccionarios enciclopédicos y en estos momentos tengo cartas de uno pidiéndome que escriba algunos de los capítulos referentes a la historia de unos cuantos países de la América Latina. Nuestro sabio consultó un diccionario enciclopédico para enterarse de qué cosa era la oligarquía, y de esa lectura sacó, con mayor rapidez pero con menos limpieza que uno de esos prestidigitadores que sacan conejos de sombreros de copa, no una oligarquía sino tres; una socio-económica, otra política, otra financiera, y todavía tenemos que agradecerle que no sacara más. Pues bien, con esos conejos oligárquicos el sabio ha tratado de explicar toda la historia dominicana, y ha hecho un lío tan grande que el que haya leído esos artículos no podrá entender nunca más qué sucedió en Santo Domingo. Antes de leer ese famoso Diccionario enciclopédico Larousse, el sabio no sabía lo que era una oligarquía; pero lo sabe menos aún después de haberlo leído.

Es una ligereza basar todo un análisis socioeconómico de la historia nacional en unos cuantos párrafos de un diccionario enciclopédico, pero aun dentro de esa ligereza pueden cometerse otras, como las cometió el sabio, cuando dice que Aristóteles, Platón y Polibio escribieron acerca de la oligarquía; porque con esas referencias a tres escritores griegos da a entender que él los leyó, lo que no es cierto; él se enteró, también por el bendito Larousse, de que Aristóteles, Platón y Polibio habían tratado el tema, lo que indica que el autor del artículo del diccionario tenía muy poco material para hablar de la materia. Para hablar de la oligarquía con alguna autoridad hay que consultar a Aristóteles, sí, pero mucho más a Tucídides, a Jenofonte, a Pausanias, a Plutarco, y en los tiempos actuales, a V. V. Struve, a Claude Mossé; en la América Latina, a Villagran Kramer, a Miguel Arraes, a François Bourricard, y en la República Dominicana hay que buscar sus menciones en José Gabriel García, en Luperón y en La Gándara.

Otra ligereza impropia de un profesor de la Universidad Autónoma es la de escribir sobre problemas sociológicos y económicos a base de manuales, como el tal Manual de marxismo-leninismo de Kuusinen y sus compañeros. Esos libros se producen en serie para formar cuadros de partidos marxistas-leninistas, no para usarlos en trabajos a los que se les pretende dar seriedad científica. El que aspira a conocer las ideas de Marx debe leer a Marx, no a un equipo de intérpretes que siguen líneas oficiales de las varias que hay en el mundo del pensamiento marxista. En cuanto a la obra de Lenin, ¿cómo se concibe que nuestro sabio use a intermediarios sin categoría, autores de manuales de marxismo-leninismo, para referirse a la obra de un autor tan conocido y de tanta categoría intelectual? Si el sabio hubiera leído directamente a Lenin en vez de leer la versión de Lenin que ofrecen Kuusinen y su equipo, se habría enterado de que el término “oligarquía financiera” fue acuñado por un economista francés llamado Lysis, autor de un libro titulado Contra la oligarquía financiera en Francia, cuya 5ta. edición, que fue la que Lenin consultó al escribir su tratado sobre el imperialismo, apareció en 1905; y leyendo a Lenin en su fuente original habría comprendido que es ridículo hablar de oligarquía financiera en Santo Domingo.

Es una ligereza ponerse a elaborar una tesis seudo científica de ocasión sobre una materia acerca de la cual el sabio sabía —y sabe— muy poco, porque es poco lo que hay escrito sobre ella, especialmente en el caso de la oligarquía latinoamericana, y es una ligereza sobre todo insistir en que yo considero a los oligarcas como una clase aparte pasando por alto, como si no fuera parte de la tesis, el primero de los 17 artículos que escribí para ampliarla, pues en ese artículo explico que los oligarcas son tan capitalistas como los burgueses, pero tienen características propias en la forma de acumular el capital original o de inversión, en el uso de la mano de obra, en el empleo de la técnica y en el destino que les dan a sus beneficios, todo lo cual se calla el sabio, muy sabichosamente, por cierto.

He dejado para lo último un punto que no puede figurar en la lista de las ligerezas del sabio, pero yo no quiero calificarlo. Que lo hagan sus compañeros del Claustro Universitario. Se trata de lo siguiente: En el artículo segundo, hablando de Trujillo, el sabio dice que sus actuaciones eran “típicamente gansteriles, de un potentado de la burguesía para quien nada contaba la patria. No había en esto el menor asomo revolucionario”. Esa frase parece dicha al descuido, pero resulta que en el artículo cuarto aparece coronada con esta otra: “…¿acaso no ha existido en estos países , al parecer desafortunados por no haber tenido la ‘suerte’ de ser dirigidos por un ‘burgués nacionalista revolucionario’ —como lo fue, según los confusionistas, el monstruo de San Cristóbal…?”.

Como puede ver el lector, nuestro sabio induce, primero, que yo había dicho que Trujillo era patriota o revolucionario, cosa que no dije; después pone entre comillas, atribuyéndomelas a mí, la palabra “suerte” y la frase “burgués nacionalista revolucionario”, todas en un contexto de intención muy perversa, dirigido a dejar en el lector la impresión de que yo dije en algún momento que nuestro país había tenido la suerte de tener un burgués nacionalista revolucionario, y que ese burgués nacionalista revolucionario fue Trujillo.

Poco más de dos meses después de haber escrito nuestro sabio esas palabras, Julio de Peña Valdez (Ver “El PRD ha utilizado correctamente las alianzas tácticas”, ¡Ahora!, 29 de diciembre de 1969) dijo lo que sigue: “Nosotros no vamos a entrar ahora a rebatir los criterios del profesor acerca de que Trujillo fue un burgués revolucionario, criterio del que disentimos”. Y como es claro, no voy a achacarle la responsabilidad de esa calumnia intelectual a Julio de Peña Valdez. Tengo que achacársela al profesor universitario que lanzó la calumnia cuando se propuso desacreditar la tesis de la Dictadura con respaldo popular. En suma, tengo que achacársela a nuestro ilustre y eminente sabio.

A pesar de todo…

Nuestro sabio se había propuesto dos fines, según dije: el uno era destruir la tesis de la Dictadura con respaldo popular, con lo cual mataba en germen el Frente del Pueblo, y el otro era salir de esa tarea convertido en el ideólogo de las izquierdas. No pudo lograr el primero, porque para eso habría que aniquilar a las masas, que se convirtieron rápidamente en el sostén vivo de la tesis y en las creadoras del Frente de la Dictadura con respaldo popular; pero al mediar el mes de enero de este año comenzó a actuar como el ideólogo de las izquierdas nacionales. Véase su artículo “Nuestros marxistas anti-marxistas” en la revista ¡Ahora!, del 12 de enero. En ese artículo, nuestro sabio da lecciones a todos los grupos marxistas del país, y habla en nombre de Marx, Engels y Mao Tse-Tung, como si fuera un vocero autorizado. Habiendo perdido en el mes de octubre de 1969 una batalla como la de la tesis, tan importante para él, ya en el mes de enero de 1970 emprendía de nuevo la lucha para ganar, por lo menos, una de las dos que se había propuesto. Este sabio, pues, es un hombre persistente; tiene esa virtud, como tiene la del trabajo, pues es un trabajador insigne, y a lo largo de su vida ha dedicado muchos años a combatir, si bien a menudo no llegó a saber dónde estaban sus enemigos y arremetió contra los que debían ser sus amigos y se llevó de encuentro al pueblo.

Es cierto que según puede verse en sus propias palabras, cuando escribió contra la tesis de la Dictadura con respaldo popular no sabía qué era un burgués ni era capaz de comprender cuál es la posición del burgués en las relaciones de producción. Pero eso no significa que no pueda aprenderlo. Si se le ayudara; si algunos jóvenes revolucionarios se propusieran enseñarle con claridad —y además con caridad, sin saña— qué es un burgués y por qué lo es, tal vez podría disiparse esa baraúnda que tiene en la cabeza y podría comenzar a ver con otros ojos lo que hasta ahora no ha visto con los del entendimiento. Creo que el meollo de todo el problema que ha mantenido a nuestro sabio fuera del campo de la revolución durante años está en ese punto, pues todo lo demás —su incapacidad para relacionar valores, su idealismo químicamente puro y su sicología y su temperamento oligárquicos— puede quedar modificado si llega a comprender de verdad el mecanismo en virtud del cual la sociedad capitalista genera burgueses y produce injusticias. Digo que es patético ver a un hombre que quiere injertarse en el campo revolucionario y no puede hacerlo, tanto porque él no sabe qué es en verdad la revolución como porque hay una juventud revolucionaria que en vez de tenderle la mano lo hostiga y lo rechaza. A pesar de todo lo que acabo de escribir en estas páginas, pido que no se le cierren las puertas, si es que él desde luego, acepta que en ese terreno tiene que aprenderlo todo y tiene que empezar por el principio.

Y por último

Este es un prólogo indispensable —y adelantado— a una breve historia de la oligarquía, para la cual estoy recogiendo notas desde hace algún tiempo. Cuando esa historia se publique —que según mis planes deberá ser pronto— se verá que la oligarquía no es meramente, como dicen los diccionarios, sean o no sean enciclopédicos, el gobierno de los menos o de unos pocos. Esa fue su apariencia a los ojos de Aristóteles, en cuya pluma las palabras “de los pocos” o “de los menos” tuvieron un significado muy distinto al que le atribuyen nuestros conceptos. Hubo casi en todas las ciudades griegas gobiernos oligárquicos, pero antes de conquistar el poder, los oligarcas formaban una clase, la clase dominante entonces. Así, pues, la oligarquía, como la burguesía, era una clase, y la naturaleza de los gobiernos que ella formó dependían de su naturaleza de clase. Digo esto, y nada más, para que el lector se dé cuenta de que sacar de un sombrero de copas tres conejos oligárquicos no es tarea seria cuando se trata de orientar al Pueblo.

París, 31 de enero de 1970.

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. Una aclaración necesaria
¡Ahora!, Nº 335, Santo Domingo, Publicaciones ¡Ahora!, 13 de abril de 1970, pp.27-31

En su artículo “Bosch, Aristóteles y Marx”, publicado en ¡Ahora!, Nº 331, del 16 de marzo, 1970, el Dr. J. I. Jimenes-Grullón dice (p.39) que como yo consideré calumniosa cierta frase suya, sugerí “con olímpica arrogancia, que el Claustro de la Universidad Autónoma actúe en el caso. La sugerencia es, evidentemente, digna de estudio. ¿Qué pretende en ella el Profesor-autodidacta? La pregunta sólo tiene esa respuesta: ¡que se me sancione! Esto es bien curioso. Pues ¿quién hace la proposición? Quien, para alcanzar el poder, organizó con muchos personeros insignes del trujillato y, convertido luego en jefe de gobierno, no tuvo reparos en colocar en posiciones estatales señeras a figuras de la más turbia reputación. Me duele tener que hacer mención de estos hechos incontrovertibles. Pero el caso me obliga a ello”.

Toda esa cólera divina fue desatada por la siguiente frase mía: “He dejado para lo último un punto que no puede figurar en la lista de las ligerezas del sabio, pero yo no quiero calificarlo. Que lo hagan sus compañeros del Claustro Universitario”.

Como pueden advertir los lectores, yo soy un “olímpico arrogante” porque al referirme a una calumnia intelectual que me fue lanzada por un trabajador intelectual —el Dr. Jimenes-Grullón— de un centro de actividades intelectuales —como es la Universidad Autónoma—, me abstuve de calificarla y dije que quienes debían hacer la calificación eran los miembros del Claustro Universitario. El Dr. Jimenes-Grullón, indignado ante esa actitud mía, pretende transferir el caso al terreno político y de paso me llama “arrogante olímpico” porque solicito que lo que él hizo en el orden intelectual sea calificado por sus compañeros de trabajo intelectual, no por mí, puesto que en tal caso me hubiera convertido en juez y parte a la vez.

¿Qué es lo que se pretende?

¡Qué se me sancione!”, dice el Dr. Jimenes-Grullón entre admiraciones, admirado de que alguien se atreva a abrigar la idea, siquiera, de que se sancione a un ser divino.

Ahora bien, lo más grave del asunto no es eso. Lo más grave es que el Dr. Jimenes-Grullón confirma la calumnia que me lanzó, y para hacerlo comete uno de los pecados intelectuales que no se perdonan en ningún país del mundo, el de falsear una cita de su adversario. Vamos a probarlo inmediatamente.

En un artículo mío titulado “Oligarquía y antitrujillismo”, Parte I, publicado en ¡Ahora!, Nº 298, 28 de julio de 1969, hay un párrafo que tiene cincuenta y seis (56) palabras, sin que ninguna de ellas esté separada de las demás por un punto o siquiera por un punto y coma. Eso quiere decir que el párrafo es una unidad, y por tanto nadie puede sacar una parte de él para atribuirme por esa parte cosas que no dije.

Pues bien, el Dr. J. I. Jimenes-Grullón toma dieciséis (16) palabras de ese párrafo de cincuenta y seis (56) —lo que significa menos del 30 por ciento— y a base de esas dieciséis (16) palabras pretende confirmar la calumnia intelectual que había lanzado sobre mí.

He aquí lo que yo dije en ese párrafo: “Trujillo llevó al país la más revolucionaria de todas las fuerzas conocidas en la sociedad occidental, que es el capitalismo industrial, y lo hizo desatando una orgía de sangre, de sufrimientos, de latrocinios, tal como lo habían hecho antes, en escala gigantesca, los ingleses, los holandeses y los franceses, y tal como lo hicieron los norteamericanos”.

He aquí como lo copió el Dr. Jimenes-Grullón en su artículo “Bosch, Aristóteles y Marx”: “Trujillo llevó al país la más revolucionaria de todas las fuerzas conocidas en la sociedad occidental”.

El Dr. Jimenes-Grullón no tuvo ni siquiera el cuidado de poner al final de esa cita una coma y tres puntos seguidos, con lo cual todo escritor que se respeta da a entender que ha copiado sólo una parte de un párrafo a fin de que el lector interesado en conocer el pensamiento del autor citado busque el texto original y lo lea completo. Como sabe cualquiera persona medianamente instruida, con frecuencia se comienza un párrafo afirmando una cosa para negarla en ese mismo párrafo con más vigor, y por eso el sistema de tomar palabras aisladas de cualquier texto cuando se está llevando a cabo una polémica es considerado en el mundo intelectual como un acto de mala fe, y el que lo usa queda descalificado como trabajador intelectual. Plagiar y falsear las citas son dos prácticas que no se perdonan en el mundo de las ideas y de las ciencias, y en la mayoría de los países están perseguidas por el código penal.

A base de las dieciséis (16) palabras que copió de un párrafo que tiene cincuenta y seis (56), el Dr. Jimenes-Grullón construyó la siguiente falsedad: “…es obvio que si Trujillo llevó al país ‘la más revolucionaria de todas las fuerzas conocidas en la sociedad occidental’, con el hecho demostró que era un revolucionario. No se concibe, en efecto, que quien no es un revolucionario lleve conscientemente una Revolución a determinado país”.

Como puede verse, en ese párrafo el Dr. Jimenes-Grullón deja dicho que yo atribuí a Trujillo haber llevado “conscientemente una Revolución a determinado país”, esto es, a Santo Domingo. Consulte el lector lo que yo escribí y diga si yo dije eso o si es posible deducir que yo dije eso o intenté decirlo “directa o indirectamente”, como lo afirma el Dr. Jimenes-Grullón con estas palabras: “como se ve, mi afirmación sólo recoge lo dicho directa o indirectamente por mi atacante”. (El atacante soy yo, que cometí el crimen de responder con un artículo seis del Dr. Jimenes-Grullón, en uno de los cuales me lanzó la calumnia intelectual que confirmó ampliamente en el que estoy comentando ahora).

Llevar a un país una Revolución —así, con mayúsculas, como lo escribió el Dr. Jimenes-Grullón— es una cosa muy diferente de haber llevado “la más revolucionaria de todas las fuerzas conocidas en la sociedad occidental”, sobre todo si la frase explica inmediatamente, sin el menor rodeo, que esa fuerza “es el capitalismo industrial”, y que la persona que lo llevó “lo hizo desatando una orgía de sangre, de sufrimientos, de latrocinios, tal como lo habían hecho antes, en escala gigantesca, los ingleses, los holandeses y los franceses, y tal como lo hicieron los norteamericanos”. Pero además, ¿cuándo dije yo que Trujillo llevó a Santo Domingo “conscientemente una Revolución” ¿En qué momento usé la palabra “conscientemente” o la palabra “Revolución”? ¿Por qué, además de falsear una cita de un párrafo mío, el Dr. Jimenes-Grullón la contrafalsea atribuyéndome palabras que no escribí?

El capitalismo industrial es el producto de la revolución científica, la más grande que ha conocido la historia humana, y al mismo tiempo es la fuerza más revolucionaria que ha conocido la sociedad occidental. Pero nadie ha llevado a ninguna parte el capitalismo industrial para hacer una revolución política, sea con “r” mayúscula o con “r” minúscula, sino para ganar dinero. Trujillo introdujo en la República Dominicana el capitalismo industrial para convertirse en burgués, para acumular millones de pesos, muchos millones de pesos, “y lo hizo desatando una orgía de sangre, de sufrimiento, de latrocinio, tal como lo habían hecho antes, en escala gigantesca, los ingleses, los holandeses y los franceses, y tal como lo hicieron los norteamericanos”.

La sociedad se mantiene sobre la base de unos principios determinados, y entre ellos está el respeto a lo que se llama las reglas del juego. Jugar cartas no es precisamente una actividad moral, y sin embargo los jugadores de cartas consideran una inmoralidad escandalosa que uno de los jugadores lleve cartas escondidas en la manga para cambiar con una de ellas una de las cartas que le tocaron en el reparto. La polémica tiene sus reglas, y según éstas no es correcto transformar los conceptos del adversario atribuyéndole palabras que no dijo, y no se acepta la pretensión de hacer pasar determinado valor por otro que se le parece solamente en el aspecto formal de una palabra, pero de ninguna manera en su significación. “Fuerza revolucionaria” y “Revolución” son dos cosas muy distintas. La categoría histórica que tiene el capitalismo industrial como fuerza revolucionaria —la más grande, potente y transformadora en todos los aspectos que ha conocido el género humano— no puede hacerse pasar por una categoría política circunscrita a un país determinado. Eso es cambiar una de las cartas del juego por una que se lleva oculta en la manga. Una cosa es decir que el capitalismo industrial es “la más revolucionaria de todas las fuerzas conocidas en la sociedad occidental” y otra es decir que quien la usa “es un revolucionario” porque “No se concibe” “que quien no es un revolucionario lleve conscientemente una Revolución a determinado país”. “…una Revolución” no es precisamente “la fuerza revolucionaria” que se llama “capitalismo industrial”, y confundir esos dos valores tan disímiles es confundir “conscientemente” al pueblo. Lo peor de todo esto es que el Dr. Jimenes-Grullón, al falsear y contrafalsear lo que yo dije, sabía que estaba haciendo algo incorrecto, que no estaba jugando un juego limpio, y no tomó en cuenta que él es un profesor universitario y que por tanto no tiene ningún derecho a hacer lo que hizo. Si los jóvenes estudiantes de la Universidad Autónoma se educan a base de tales métodos, mal se ve desde ahora el porvenir del país. Por fortuna, el caso del Dr. Jimenes-Grullón no es típico entre el profesorado de la Universidad Autónoma; es atípico, para decirlo con un vocablo de su predilección.

Política menuda y ciencia política

El Dr. Jimenes-Grullón dijo en varios de sus artículos acerca de la tesis de la Dictadura con respaldo popular que escribía tales artículos por razones científicas, no por razones políticas; su interés, según él, era dejar bien claro que la tesis era anticientífica. Pero tan pronto respondí —una sola vez a seis artículos suyos— sacó las uñas de la política menuda que tenía escondidas bajo el guante del seudo-científico y trató de restarme autoridad alegando que yo, “para alcanzar el poder”, fraternicé “con muchos personeros insignes del trujillato y, convertido en jefe de gobierno”, no tuve “reparos en colocar en posiciones estatales señeras a figuras de la más turbia reputación”.

Y bien, ¿qué tiene que ver su calumnia intelectual con los crímenes que cometí cuando era gobernante? ¿Es que esos crímenes que el pueblo dominicano recuerda todos los días con horror, autorizan al Dr. Jimenes-Grullón a convertirse en calumniador intelectual mío? ¿De qué trataron los artículos del Dr. Jimenes-Grullón; de lo que yo hice como presidente de la República —título que el Dr. Jimenes-Grullón— se ha negado siempre a reconocer, aunque esta vez me llamó “jefe de gobierno” — o de lo que dije como autor de la tesis de la Dictadura con respaldo popular?

Si de una polémica estrictamente intelectual caemos en el campo político yo tendría que recordarle al Dr. Jimenes-Grullón que en El Nacional del 7 de marzo (1970),  p.10, en su artículo “Pasos trascendentales del PRD”, él escribió, refiriéndose a mí, que “hace poco dicho líder exigió que el documento fuera aceptado sin cambiarle un punto ni una coma, o sea tal como él lo elaboró”. El documento, es, desde luego, la tesis de la Dictadura con respaldo popular. Pues bien, esa afirmación es simple y llanamente una mentira, una invención del Dr. Jimenes-Grullón; pero se trata de una mentira política, y como tal tiene poca importancia, si es que tiene alguna —al menos para mí—, lo que no es el caso cuando se habla de calumnia intelectual. Yo no acostumbro aclarar las mentiras políticas sino cuando debo hacerlo por razones políticas, pero creo que hay que aclarar las calumnias intelectuales, especialmente cuando parten de personas que tienen la misión de enseñar a la juventud, porque son una violación del código moral que gobierna las actividades académicas e intelectuales y además, y sobre todo, porque es deber de todo el mundo contribuir a evitar que la juventud del país sea confundida, que sea desviada y engañada, que se le den ejemplos que puedan deformarla. El verdadero tesoro del país es su juventud, y ese tesoro corre peligro de perderse si se instila en su alma el veneno de la mentira.

Ahora bien, ¿qué puede hacerse cuando un profesor universitario tiene el “coraje” de repetir una calumnia intelectual y para hacerlo falsea una cita del calumniado, no sólo sustrayéndole a esa cita más del 70 por ciento de las palabras sino además agregándole palabras de su cosecha para confirmar, ampliar y repetir la calumnia, y por último saca el asunto del terreno intelectual para conducirlo al político amparándose en los innumerables delitos que el calumniado cometió mientras fue presidente de la República? ¿Qué puede hacerse en el caso de otro intelectual que repite también públicamente la calumnia intelectual de que yo soy el autor de la frase “borrón y cuenta nueva”, a pesar de que está aclarado por mí y por otras personas que yo no dije tal cosa y ni siquiera estaba en el país cuando se produjeron esas palabras? ¿Qué puede hacerse, en fin, cuando se forma, o comienza a formarse en la Universidad Autónoma un equipo de profesores que dicen y propalan mentiras y calumnias intelectuales por razones de política menuda, amparándose en su calidad de “científicos de la política”, una calidad que les viene dada por sus posiciones de profesores de la Universidad y por ninguna otra cosa? Desde luego, lo único que puede hacerse, sobre todo si se trata del calumniado, como sucede en mi caso, es responder a la calumnia desmontándola sílaba por sílaba y demostrando que esa calumnia intelectual se originó en razones de política menuda, no en razones de ciencia política. Hay indicios suficientes para afirmar que la ola de repeticiones de la frase “borrón y cuenta nueva” puesta en mi boca y algunas otras frases de carácter político han sido el producto del trabajo organizado de un pequeño equipo de profesores universitarios que están alrededor del Dr. Jimenes-Grullón. Así, las tareas pertinentes a la política menuda y las que pretenden desacreditar la tesis de la Dictadura con respaldo popular desde una supuesta posición científica no son dos hechos casuales; responden a una misma intención, a un mismo interés y a un mismo mando.

Cuando digo “supuesta posición científica” o “seudo ciencia” o “posición seudo científica” no estoy usando calificaciones peyorativas o impropias con fines particulares; estoy definiendo una realidad. El artículo del Dr. Jimenes-Grullón es un collar de párrafos delirantes y cualquiera de ellos serviría para demostrar que su autor no tiene autoridad científica, pero además que ni siquiera tiene una actitud científica. Yo voy a escoger dos o tres al azar, por ejemplo, los que se hallan bajo el subtítulo de “Y por último”. He aquí lo que se dice en ellos:
«Declara el Sr. Bosch que… la oligarquía no es meramente, como dicen los diccionarios, sean o no enciclopédicos, el gobierno de los menos o de unos pocos”. Esto significa que su concepto al respecto —y no el universalmente admitido— será a su juicio el que habrá de imponerse. Enfrentándose a la historia, el ilustre escritor afirma que “hubo en casi todas las ciudades griegas gobiernos oligárquicos, pero antes de conquistar el poder, los oligarcas formaban una clase, la clase dominante entonces”. Ello conduce a la fantástica conclusión de que “la oligarquía, como la burguesía, era una clase, y la naturaleza de los gobiernos que ella formó dependía de su naturaleza de clase”… Todo esto me deja en el asombro… Se trata de un mundo de ideas tan personal y novedoso que implica la ruptura con muchos conceptos esenciales unánimemente aceptados hasta ahora. ¡Pobre Aristóteles! ¡Pobre Marx! Al fin ha surgido el hombre dispuesto a demostrarles que ellos eran ignorantes. Un hombre nada común, llamado a producir en el campo social una nueva Revolución copernicana. Preparémonos, pues, para el extraordinario acontecimiento.»
Bien, hasta ahí llegó el Dr. Jimenes-Grullón, hasta a negar la naturaleza de clase de los gobiernos y exclamar, al formular la negación, nada más y nada menos que “¡Pobre Marx!”, como si éste hubiera dicho que los gobiernos no tienen naturaleza de clase. Pero como también dice: “¡Pobre Aristóteles!”, es posible que él crea que Aristóteles no tuvo conocimiento de las clases. Es difícil saber por qué escribió ese párrafo el Dr. Jimenes-Grullón. Pero de todos modos, vamos a dejarle aquí unos cuantos botones de muestra acerca de Aristóteles, de Marx, de Engels… y de la oligarquía.

Hubo un señor que dijo que “hay democracia cuando los hombres nacidos libres y pobres, estando en mayoría, se hallan a la cabeza de los negocios públicos, y oligarquía cuando las gentes ricas y de un nacimiento fuera de lo común, hallándose en pequeño número, gobiernan”. Ese mismo señor dijo que “…como sucede la mayoría de las veces que los ricos son en número pequeño y los pobres en gran número, esos dos partidos… son entre todos los otros de un antagonismo declarado. La consecuencia de esto es que el predominio de una u otra de estas dos clases acaba por determinar la naturaleza de las constituciones [de los Estados], y que, para la opinión común, no haya sino dos formas de gobierno, democracia y oligarquía”.

El autor de estas palabras se llama Aristóteles, y las escribió en su obra La Política (Aristóteles, La politique, Libraire Pholosophique, J. Vrin, París, 1962, Tomo I). La primera cita está en la página 270 y la segunda en la 275. [El paréntesis es mío, JB]. Desde luego, el lector haría bien en comparar lo que dijo Aristóteles con mi frase “antes de conquistar el poder los oligarcas formaban una clase, la clase dominante entonces”, complementada con las demás palabras que copia el Dr. Jimenes-Grullón —“la oligarquía, como la burguesía, era una clase, y la naturaleza de los gobiernos que ella formó dependía de su naturaleza de clase”—, y entonces comprobaría si yo pretendo probar que Aristóteles era un ignorante o si lo que hago es poner en palabras mías lo que él dijo.

Hubo otro señor que escribió los conceptos siguientes:
Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos…

Con la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo bajo la civilización, realizóse la primera gran escisión de la sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisión se ha sostenido durante todo el período civilizado. La esclavitud es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los tiempos modernos”.
Ese señor se llamaba Federico Engels y escribió los párrafos copiados en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Las citas están tomadas de Carlos Marx, Federico Engels. Obras escogidas, Editora Política, La Habana, 1963, Tomo III. La primera aparece en la página 181 y la Segunda en la página 185. (Como es posible que el Dr. Jimenes-Grullón responda diciendo que él no mencionó a Engels, el lector haría bien teniendo en cuenta que el Dr. Jimenes-Grullón dijo que yo había llegado a la fantástica conclusión de que “la oligarquía, como la burguesía, era una clase, y la naturaleza de los gobiernos que ella formó dependía de su naturaleza de clase”. “Todo esto me deja en el asombro… Se trata de un mundo de ideas tan personal y novedoso que implica la rotura con muchos conceptos esenciales unánimemente aceptados hasta ahora”, dice el Dr. Jimenes-Grullón. Y como podrá ver el lector, no se trata de un mundo de ideas tan personal y tan novedoso, puesto que ya fueron expuestas hace más de dos mil años por Aristóteles y hace un siglo por Federico Engels).

Hubo otro señor que en una carta a un amigo, escrita el 5 de julio de 1861 —esto es, poco después de haber comenzado en los Estados Unidos la llamada Guerra de Secesión—, dijo las palabras que siguen:
…los traidores de la administración Buchanan [es decir, el presidente anterior a Lincoln] que se encontraban a la cabeza del movimiento… se hallan complicados, con los principales Senadores del Sur, de la manera más absoluta, en las dilapidaciones de varios millones [de dólares], con motivo de las cuales… [dilapidaciones] el Congreso ha designado una comisión de investigación. Para algunos, al menos, de esos malvados, de lo que se trata es de escapar a la prisión. Esa es la razón de que ellos sean los instrumentos más dóciles de la oligarquía de los 300,000 propietarios de esclavos”.
El autor de esas palabras se llamó Carlos Marx, y las escribió en una carta a su amigo y colaborador Federico Engels. El que quiera leerlas tal como fueron publicadas, y no extractadas, las hallará en O’Euvres complètes de Carl Marx, Correspondence K. Marx-Fr. Engels, colección publicada por A. Bebel y Ed. Berentein en edición de Alfred Costes, París, 934, Tomo VII, p.45. [Los corchetes son míos, JB]. Como puede ver el lector, yo no he “surgido como el hombre dispuesto a demostrarle” al pobre Marx que él era un ignorante. Todo lo contrario, me atengo con toda humildad y respeto a lo que él dijo y repito, con él, que los propietarios de esclavos formaban una oligarquía.

Para acabar, vaya un cuento

Desde luego, yo sé que en lo que se refiere el Dr. Jimenes-Grullón estoy perdiendo el tiempo, que él responderá diciendo que cuando Aristóteles habló de clases y dijo que la clase de los ricos formaba un gobierno llamado oligarquía —y la clase de los pobres formaba uno llamado democracia—, el escritor griego estaba hablando de otro tipo de clases, a lo mejor de las clases que se dan en las escuelas. Sé que pierdo el tiempo al copiar algunas frases de Engels, puesto que donde éste afirmó que “el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos” se refería al estado del tiempo, no a una entidad política. Sé que pierdo el tiempo al reproducir las palabras en que Marx llama oligarquía al conjunto de los propietarios de esclavos de Norteamérica, porque si se interpreta correctamente lo que dijo Marx veremos que su intención fue decir que para hacer un locrio legítimo se necesita disponer de arroz, longaniza de la Línea y unos granos de bija. El Dr. Jimenes-Grullón encontrará siempre la manera de demostrar que la noche no es diferente del día; que lo que pasa es que la noche es un día atípico. ¿No llega a afirmar, con la inocencia más conmovedora, que en su obra El imperio norteamericano, Claude Julien usó la palabra “imperio” en el sentido de “emporio”? “En efecto”, dice, “la obra versa fundamentalmente sobre la potencia económica que es actualmente ese país”; y se queda tan tranquilo como si hubiera dicho una verdad irrebatible.

El Dr. Jimenes-Grullón tiene muy mala opinión del juicio de los dominicanos, piensa que nuestro pueblo está compuesto por una masa de ignorantes y que esa masa se traga todo lo que le dicen, especialmente si se lo dice alguien que tenga un diploma universitario; y si no cambia de actitud pasará el resto de su vida llevándose sorpresas amargas. Por ejemplo, ¿qué necesidad tenía él de echarse al hombro a Aristóteles y a Marx para tirármelos encima? ¿Es que no se dio cuenta de que esos muertos pesan mucho y podrían aplastarlo?

Dios sabe que no tengo el menor interés en darle disgustos al Dr. Jimenes-Grullón, que mi deseo es que me deje trabajar en paz y de ser posible —aunque a él le sea difícil creerlo—, que en lugar de estar polemizando estuviéramos juntos en la tarea de hallarles salida a los problemas del pueblo dominicano. Sé, sin embargo, que esto no sucederá; que quiera o no quiera yo seguir esta polémica, él la mantendrá. Y bien, allá él. En caso de que la prosiga iré guardando sus artículos para responderlos cuando las circunstancias me lo permitan y cuando lo considere necesario y oportuno.

Por el momento, he creído necesario y oportuno hacer esta aclaración, y considero también necesario y oportuno terminarla con un cuento, el viejo cuento campesino del perro y el gato, que es este:
Sucedió que cuando Dios hizo el mundo hizo también al gato y lo mandó a la Tierra. Al principio el gato se pasaba los días y las noches matando animalitos, subiéndose en los árboles, durmiendo y ronroneando; pero al fin se cansó de estar solo y se fue a ver a Dios. “Don Dios”, le dijo, “estoy aburrido de vivir sin compañía y vengo a pedirle que me mande un compañero para distraerme un poco”. “Como no, hijo, como no”, le respondió papá Dios; “pero tiene que ser con una condición: que le enseñes a ese compañero todo lo que sepas”. “Hombre, pero claro que se lo enseñaré todo”, dijo el gato lleno de alegría; y se volvió a la Tierra. A poco don Dios le mandó al gato un perro con una cartita en la que le decía: “Ese es el compañero que me pediste; pórtate bien con él y acuérdate de enseñarle todo lo que sabes”. Loco de contento, el gato enseñó al perro a comer carne, a matar animales para mantenerse y a correr por lo largo, y el perro aprendió tanto que al poco tiempo era mejor cazador y mejor corredor que el gato. Los dos amigos se entendieron muy bien y se pasaban los días jugando, pero en cierta oportunidad se armaron en discusión por un pedazo de carne, y el perro, que se daba cuenta de que era más grande y más fuerte que el gato, se puso bravo y le marchó a su compañero con muy malas intenciones. El gato comprendió que estaba en peligro y echó a correr, pero el perro le cayó atrás y ya iba alcanzándolo cuando de buenas a primeras el gato metió el guía hacia a la derecha, y aunque el perro quiso frenar, no pudo y siguió de largo, con lo cual le dio al gato un respiro que éste aprovechó para encaramarse en una mata. El perro quedó tan asombrado que no pudo ni ladrar, y lo que hizo fue sentarse sobre el tronco del árbol y quedarse mirando al gato, que estaba en su rama lo más tranquilo, como si la cosa no fuera con él. Al cabo de un rato habló el perro y dijo: “Pero compay gato, usted no ha sido legal conmigo, porque usted no me enseñó a virar de pronto en una carrera ni me enseñó a encaramarme en una mata. Eso no fue lo que usted le prometió a papa Dios”. A lo que el gato, que estaba hasta dormitando, abrió los ojos para ver a su compay perro y respondió de esta manera: “Dígame, compay perro, si yo le hubiera enseñado a usted la última maña, ¿adónde estaría a esta hora su compay gato?”.
En ese asunto de la oligarquía y del frente oligárquico tengo más tiempo trabajando que cualquier dominicano, y sería mejor que el Dr. Jimenes-Grullón no siguiera cuqueándome en ese terreno, porque para mí los viejos cuentos campesinos no son meros relatos que divierten: son resumen de la sabiduría popular, y por tanto son normas de vida.

París, 19 de marzo de 1970.

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. Aclaración para José Israel Cuello y sus lectores
El Siglo, Santo Domingo, 7 de mayo de 1993, p.7.

El martes 4 de mayo de este año 1993 el diario El Siglo publicó un artículo titulado “Trujillo le dio un premio literario a Juan Bosch en el exilio” y aunque en ese artículo no se me acusa de nada que sea o pueda ser denigrante para mí me creo obligado a aclarar que no es cierto que Trujillo me dio un premio literario ni tampoco lo es que la Embajada Dominicana que tenía a su cargo representar en Cuba al gobierno de nuestro país organizó un concurso literario para conmemorar el cumplimiento del primer centenario de nuestra independencia. La conmemoración de esa fecha fue una decisión de la Sociedad Colombista Panamericana, organización establecida en La Habana, capital de Cuba, y fue esa Sociedad la que convocó a los escritores que residieran en Cuba, fueran o no dominicanos o cubanos, la que le dio al premio el nombre de Hatuey, un jefe indígena cubano, no dominicano. De haber sido Trujillo el que financió el premio éste debió llamarse Enriquillo o Anacaona.
Naturalmente, en lo que se refiere a mi obtención del Premio Hatuey hay algunas cosas que yo mismo ignoro, como por ejemplo, los nombres de todos los que participaron en él, que fueron, tal como dice José Israel Cuello, unos diecinueve, entre los cuales estuvo Juan Isidro Jimenes-Grullón, de quien en relación con el premio tengo algo que contar, y es que dos días después de haber sido publicado el artículo mío llegó él a mi casa, que estaba situada en el mismo centro de La Habana, y antes de tomar asiento empezó a decirme que ese artículo mío no podía ser peor; que estaba lleno de errores y había sido escrito en un estilo literario muy pobre; y sucedió que cuando él estaba hablando sonó el timbre del teléfono, corrí a levantarlo y la llamada era de un periodista del diario El País que me pedía ir a verlo porque tenía algo importante que decirme y quería decírmelo inmediatamente. Yo sabía que generalmente a los periodistas de La Habana los directores de los periódicos les prohibían darles a sus amigos, socios o familiares las noticias antes de que el diario en que ellos trabajan empezara a circular, y por saber eso le pedí excusas a Jimenes-Grullón y me fui a El País donde el periodista amigo me dio la noticia de que mi artículo había ganado el Premio Hatuey y me recomendó que no se lo dijera a nadie antes de que la noticia se hiciera pública, razón por la cual cuando volví a mi casa estuve largo tiempo oyendo, sin responderlas, las críticas de Jimenes-Grullón. (Bloque, itálicas y negritas de Nemen Hazim).
No. Trujillo no me dio ningún premio, ni estando yo en el país ni estando en el exilio. Lo que sí debió suceder fue que el Embajador dominicano le comunicara a Trujillo, por escrito, que yo había ganado el Premio Hatuey que había sido convocado por la Sociedad Colombista Panamericana, y que al comunicarle a Trujillo esa noticia le expusiera algo relacionado con los dominicanos antitrujillistas que vivían en La Habana. Pero debo aclarar que ese Embajador era el poeta Virgilio Díaz Ordóñez, con quien me unía una amistad muy estrecha, tanta, que mientras él fue presidente del Ateneo Dominicano yo fui miembro de la dirección de ese centro cultural, y lo fui hasta el día en que salí del país para no volver mientras el pueblo dominicano estuviera sometido a la tiranía trujillista, y entre las contadas personas que supieron que yo me iba de la patria porque no podía seguir viviendo en ella, Virgilio Díaz Ordóñez estuvo diciéndome adiós con un pañuelo en la mano hasta que el barco en que me alejaba de la patria empezó a salir de las aguas del río Ozama y entraba en las del mar Caribe.

En el acto que se celebró para entregarme el Premio Hatuey estaba Virgilio Díaz Ordóñez, pero también estaba el Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Miguel Ángel Campa, a quien se le ve en una fotografía entregándome el acta en que se dejó constancia de que quien había ganado el Premio Hatuey era yo, lo que se explica porque el Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba era también alto funcionario, si no el más alto, de la Sociedad Colombista Panamericana.

Para terminar debo decir que si en vez de ser la Sociedad Colombista Panamericana quien daba el Premio era Trujillo, yo no habría escrito el artículo a que se refiere en el suyo José Israel Cuello.

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. Carta a Juan Isidro Jimenes Grullón. "Tal vez yo crea que mi familia no tiene privilegios y usted ha descubierto que los tiene. Si los tiene y usted lo dice públicamente, le hará un servicio al país que le sabrá agradecer su amigo de siempre"
(La Nación, Santo Domingo, 21 de mayo de 1963)

Santo Domingo, D.N.,
21 de mayo de 1963.

Doctor Juan Isidro Jimenes-Grullón,
Presidente del Partido Alianza Social Demócrata,
Ciudad.

Estimado amigo:

Como no tengo tiempo de oír radio, estoy en el caso de atenerme a la versión escrita, publicada en El Caribe de hoy, de su intervención de ayer a través de La Voz del Trópico; y entiendo que esa versión es correcta por cuanto figura en el mencionado diario entre comillas.

De lo que dijo usted ayer, comparándome con Trujillo por diez razones, me interesa referirme a la razón número 3 y a la número 4. En la número 3 dice usted que en mi gobierno hay muchos hombres de reputación mala o dudosa “entre los cuales se encuentran algunos extranjeros”; en la número 4 dice que la tiranía de Trujillo “beneficiaba casi exclusivamente, al tirano y a su familia”, y a seguidas afirma que “a diferencia de lo que aconteció bajo el trujillato, parece que son muchos los beneficiarios, sin que se pueda afirmar que el Presidente se encuentra entre ellos”.

Cuando, sembrando la primera mala semilla de los extranjeros de dudosa reputación que hay en el Palacio Nacional, el periodista Bobea Billini dijo en su leída columna de El Caribe eso que usted repite ahora, escribí al Sr. Bobea Billini pidiéndole los nombres de esos extranjeros, y el periodista dio la callada por respuesta. Como estoy empeñado en adecentar la administración pública, y como usted es presidente de un poderoso partido y por tanto tiene una responsabilidad pública mayor que las de otras personas, deseo que usted colabore en el propósito de adecentamiento del gobierno dando los nombres de esos extranjeros y las pruebas de que son inmorales. Estoy convencido de que usted es un patriota abnegado y por tanto creo sinceramente que usted ayudará al gobierno dando nombres y pruebas.

En el punto número 4 usted afirma que Trujillo se beneficiaba y beneficiaba a su familia y más o menos da a entender que yo no me estoy beneficiando en el gobierno. Pero no da a entender lo mismo de mi familia; y deseo pedirle a usted, no ya como gobernante sino como ciudadano y como amigo, que aclare esas palabras suyas.

Estoy esforzándome en dar al país un ejemplo de austeridad gubernamental, personal y familiar. En mi familia hay personas que por su capacidad, por su lucha frente a la tiranía y en las actividades políticas merecen ocupar altos cargos en el Gobierno, y el Gobierno necesita gente capaz y honesta. Pero por el hecho de llevar mi apellido, esas personas no están sirviendo posiciones públicas. Sin embargo parece que la obsesión del pasado persiste en ciertos cerebros dominicanos, que se empeñan en ver la situación de nuestro país sólo a través del cristal del trujillismo; que creen que el que está sentado en el escritorio presidencial es Trujillo o es uno de los Trujillo y que la familia del Presidente tiene los privilegios que tuvo la familia de los Trujillo.

Yo sé que usted no ha querido decir eso. Sé que a usted, como a algunas otras personas, le han arrastrado sus propias palabras. Pero tal vez los lectores interpreten la escasa claridad de sus palabras con un sentido que usted no quiso darle. Por esa razón deseo que usted diga, en forma abierta, cuál es el fondo de su pensamiento. Tal vez yo esté engañado y usted no. Tal vez yo crea que mi familia no tiene privilegios y usted ha descubierto que los tiene. Si los tiene y usted lo dice públicamente, le hará un servicio al país que le sabrá agradecer su amigo de siempre.

Juan Bosch

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