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Capítulo V - A propósito de Venezuela... "El Pentagonismo, Sustituto del Imperialismo" - 'Política y pentagonismo' - Juan Bosch

Venezuela, Siria, Libia, Irak... Manifestación pentagonista 50 años después del profesor Bosch haber concebido tan extraordinaria obra.

"El Pentagonismo, Sustituto del Imperialismo". Capítulo V, 'Política y pentagonismo'

"Los Estados Unidos no son un poder civil manejado, en el campo internacional, por los políticos. En ese terreno son un poder militar manejado por una asociación de banqueros, industriales y militares que tiene sus planes propios para aplicarlos en cualquier parte del mundo."

Al analizar las causas del conflicto de Vietnam, Theodore Draper llega a la siguiente conclusión: lo mismo en Cuba que en la República Dominicana que en Vietnam, los Estados Unidos tuvieron que recurrir al poderío armado debido a que no tenían planes políticos para hacer frente a acontecimientos imprevistos que se produjeron en esos países [Theodore Draper, Abuse of Power, Nueva York, The Wiking Press, 1967].

De acuerdo. Pero nosotros preguntamos: ¿por qué no tenían planes políticos? Y la respuesta natural es: porque ya los Estados Unidos no son un poder civil manejado, en el campo internacional, por los políticos. En ese terreno son un poder militar manejado por una asociación de banqueros, industriales y militares que tiene sus planes propios para aplicarlos en cualquier parte del mundo.

El pueblo de Estados Unidos y su gobierno han quedado convertidos en la colonia del pentagonismo, y como tal colonia no pueden tener una política exterior. La tienen sus colonizadores, no ellos. En los tiempos del imperialismo, la política exterior de la colonia era elaborada y ejercida por la metrópoli; en los actuales tiempos del pentagonismo la política exterior de la colonia pentagonista –que es Estados Unidos– es elaborada y ejercida por el poder pentagonista.
“El pentagonismo sí tiene un plan: mantenerse constantemente en guerra en algún lugar del mundo a fin de sostener el actual poderío militar y ampliarlo en la medida que sea posible; en suma, asegurarse el mercado militar a través de la guerra permanente.”
En los días del imperialismo no se hubiera concebido siquiera que un jefe de fuerzas expedicionarias se presentara al Congreso, o a una de sus ramas para pedir medios que aseguraran la victoria y para hablar en nombre de sus “muchachos”; en tiempos del pentagonismo el general Westmoreland hizo eso y los legisladores le interrumpían con ovaciones puestos de pie, y el país entero creía que lo que estaba viendo a través de la televisión era un suceso normal, si bien un tanto excitante como espectáculo.

Ese episodio era revelador de lo que había sucedido en Estados Unidos. En los 15 años que el país tardó en doblar su producto nacional bruto, el gran poder económico pasó a un grupo de hombres que se dedicó a abastecer las necesidades de mercado de consumo militar y descubrió que para aumentar la producción –su riqueza– tenía que ampliar ese mercado, y descubrió también que eso podía lograrse aliándose a los militares para hacer la guerra; esa alianza se tradujo en un poder real, económico, político y militar; y es ese poder el que actúa en el campo internacional.

La tradicional política exterior no tiene ya razón de ser. Los jefes civiles de la antigua política internacional –el presidente y el secretario de Estado– tienen ahora una función limitada: aprobar los planes del pentagonismo. El pentagonismo sí tiene un plan: mantenerse constantemente en guerra en algún lugar del mundo a fin de sostener el actual poderío militar y ampliarlo en la medida que sea posible; en suma, asegurarse el mercado militar a través de la guerra permanente.

El ejercicio de la política produce políticos. La política doméstica norteamericana tiene sus procedimientos, bien peculiares por cierto, y en Estados Unidos hay maestros en esos procedimientos; el presidente Johnson ha sido tal vez el más hábil de todos los tiempos. Pero la política internacional requiere condiciones de finura, visión y dedicación a determinados principios; requiere políticos de talla, y Estados Unidos no tienen hombres de esa estatura. ¿Por qué? Porque la política exterior ha dejado de ejercerse y se le ha sustituido con la fuerza. Lo que tiene Norteamérica en ese terreno son funcionarios, no políticos; por algo en el país se ha establecido la costumbre de escoger los titulares de las secretarías de Estado y Defensa entre jefes de industrias, no entre personajes políticos, como se hacía en los viejos tiempos del imperialismo. El secretario de Estado –es un ejemplo, no aludimos a personas– es importante porque su cargo es importante, no por las condiciones políticas del que lo desempeña; y el cargo a su vez sigue siendo importante porque hereda el prestigio de los días gloriosos del poder civil y porque la mayoría de los gobiernos del mundo tiene una política exterior dirigida y realizada por civiles, de manera que en las conferencias internacionales hablan los políticos, los estadistas, los diplomáticos, no los militares, y debido a eso Estados Unidos tiene que aparecer en esas reuniones representado por civiles.

También en este campo la tradición norteamericana preparó el camino para la aparición del pentagonismo. Y no debe extrañarnos. Un fenómeno como el pentagonismo no podía establecerse si no procedía de acuerdo con la naturaleza social de su país; más aún: sólo podía ser generado por esa naturaleza social. Si hubiera tratado de ir contra el carácter nacional, contra el tipo de economía alemana, contra las raíces mismas del pueblo de Alemania, el nazismo no hubiera podido llegar a ser lo que fue. El pentagonismo no hubiera podido llegar a establecerse en Estados Unidos de no haber sido un producto natural de la sociedad norteamericana y del grado de evolución de esa sociedad en el momento de la formación de ese poder.

Estados Unidos es políticamente un país de burócratas y funcionarios, no de líderes. El funcionario de más categoría es el líder, pero sólo mientras está desempeñando el cargo; una vez que lo abandona deja de tener importancia e influencia en las masas. El caso de Grover Cleveland, que volvió a ser Presidente de la República cuatro años después de haber dejado de serlo, es excepcional, y las excepciones no son la regla. Las figuras políticas permanentes que conocemos en la historia de Europa, los políticos que llegan a la posición de líderes y se convierten en personajes nacionales antes de ocupar un cargo y siguen siendo líderes después que lo han dejado, y retornan al poder en tiempos de crisis para poner en ejecución las ideas que habían estado predicando –el caso de Winston Churchill en Inglaterra o de Charles de Gaulle en Francia, para citar sólo dos– no se conoce en la historia norteamericana. En Estados Unidos la categoría de líder la da el cargo, no está en el hombre.

Sin embargo, eso no sucede en el terreno militar. Ahí sucede lo contrario. Los generales victoriosos son siempre líderes. Los ex presidentes de la República viven retirados, muchos de ellos en sus pueblos natales; sólo se les menciona de tarde en tarde y les tributa un recuerdo nada más a la hora de muerte. Pero el general MacArthur recibió el homenaje más ruidoso de su pueblo cuando quedó fuera del mando en Corea, por la sencilla razón de que era un general victorioso y tenía por tanto la categoría de un líder nacional. En la historia de Estados Unidos los generales y los coroneles victoriosos han sido llevados a la presidencia del país porque se les ha tenido por líderes, no porque hayan tenido las mejores condiciones para gobernar. Para el pueblo norteamericano el líder es el héroe, no el conductor civil, prueba de que en el orden político los Estados Unidos están en una etapa de subdesarrollo, pues así ocurría en los pueblos de Europa cuando todavía no habían madurado.

La evolución política europea no fue seguida en Estados Unidos. Si De Gaulle no hubiera sido un gran político además de ser un excelente militar, hubiera quedado relegado al campo de las glorias guerreras de su país, pero no habría sido un líder. Desde luego, para distinguir entre el prestigio de un general victorioso y la capacidad de un líder político se requiere cierto grado de refinamiento que sólo puede proporcionar la educación o el hábito en el trato de los problemas políticos, y para lograr esa educación o crear ese hábito debe haber por lo menos partidos de actuación permanente; y ese no es el caso de Estados Unidos.

Los partidos tradicionales de Norteamérica –que desde hace más o menos un siglo se llaman Demócrata y Republicano– no son organismos permanentes. Desde el punto de vista del ciudadano –no del funcionario, del presidente, de los senadores y diputados, gobernadores y alcaldes– la actividad política norteamericana comienza en las elecciones llamadas primarias, en las cuales cada partido elige sus precandidatos, y termina al quedar el voto depositado en las urnas el día de las elecciones generales o parciales. El punto álgido de esa actividad, el momento que conmueve a la nación, es el de la convención donde cada partido elige su candidato a la Presidencia de la República.

Ese candidato va a ser el líder de su partido hasta el día de las elecciones; y si resulta elegido presidente será el líder del país durante cuatro años y normalmente durante ocho años. Como la importancia se halla en el cargo, no en el hombre, el que ocupe el cargo tendrá el 99.99 por ciento de probabilidades de ser elegido candidato por segunda vez –es decir, seguirá siendo el líder de su partido– y las mismas posibilidades de que vuelvan a elegirlo presidente del país. El presidente será el líder de la nación y del pueblo, aun de los que votaron contra él. Puede ser que no tenga condiciones de líder, pero puede encontrarse en el cargo porque lo haya heredado, y en ese caso, dado que el cargo le traspasa al hombre su categoría, se le elegirá candidato y presidente.

No juzgamos si el procedimiento es bueno o es malo. A Estados Unidos le rindió beneficio durante más de siglo y medio. Ahora bien: el procedimiento era –y es– parte de un sistema que tendía esencialmente a evitar la formación de líderes y de partidos permanentes; y la ausencia de líderes y de partidos permanentes resultó provechosa para el pentagonismo. A la hora de hacerse dueños y señores del campo político internacional del país, los pentagonistas no encontraron estadistas de talla ni políticos de categoría que se les opusieran; a la hora de colonizar a su pueblo pudieron hacerlo prácticamente sin oposición; es más, pudieron hacerlo sin que los norteamericanos se dieran cuenta del escamoteo que se estaba llevando a cabo ante sus propios ojos.
“La revolución de abril de 1965 había estallado en la República Dominicana y el pentagonismo estaba listo para asumir el mando de la política exterior de Estados Unidos. El pentagonismo había decidido lanzar su poderío en el pequeño país del Caribe, y aunque eso significaba violar pactos multilaterales, desconocer una larga política que estaba elaborándose y evolucionando desde los tiempos de Franklin Delano Roosevelt, desprestigiar la OEA –que era un instrumento creado por Estados Unidos y necesario para sus planes de largo alcance–; y aunque sobre todo significaba poner en evidencia a los hombres que aparentemente dirigían la política exterior del país, el cambio se produjo, la República Dominicana fue intervenida, y los señores Dean Rusk y Adlai Stevenson defendieron la intervención y siguieron en sus cargos. Actuaron como burócratas, no como estadistas.”
Solamente si nos damos cuenta de esto llegaremos a comprender por qué puede darse en Estados Unidos el caso de que un miembro del gabinete se sostenga en su cargo aunque haga lo contrario de lo que había hecho antes. Es que en realidad, dado que lo importante es el cargo y no quien está sirviéndolo, el que lo desempeña resulta ser un burócrata; no tiene que ser un político. En el terreno de las relaciones internacionales esto se ha hecho evidente después que el pentagonismo se hizo fuerte. Hay dos ejemplos de lo que decimos: Dean Rusk, secretario de Estado, y Adlai Stevenson, que fue representante de su país en las Naciones Unidas. Dean Rusk y Adlai Stevenson habían sido llevados al gobierno para ejecutar una determinada política internacional, la del presidente John F. Kennedy. Esa política estaba especialmente definida en lo que se refería a América Latina: Alianza para el Progreso, no intervención, respeto a la voluntad de los pueblos latinoamericanos y a su soberanía. El presidente Kennedy llegó hasta el grado de decir que si el gobierno de Fidel Castro se libraba de sus ataduras con Rusia Estados Unidos podría mantener relaciones normales con Cuba aunque siguiera siendo un país comunista. Esa línea política era la que tenían que seguir el secretario de Estado y el embajador en la ONU.

Sin embargo, tal línea cambió bruscamente hacia una dirección opuesta, hacia la intervención armada de Estados Unidos en cualquier país de América Latina. El cambio se planeó y ejecutó en menos de 72 horas. La revolución de abril de 1965 había estallado en la República Dominicana y el pentagonismo estaba listo para asumir el mando de la política exterior de Estados Unidos. El pentagonismo había decidido lanzar su poderío en el pequeño país del Caribe, y aunque eso significaba violar pactos multilaterales, desconocer una larga política que estaba elaborándose y evolucionando desde los tiempos de Franklin Delano Roosevelt, desprestigiar la OEA –que era un instrumento creado por Estados Unidos y necesario para sus planes de largo alcance–; y aunque sobre todo significaba poner en evidencia a los hombres que aparentemente dirigían la política exterior del país, el cambio se produjo, la República Dominicana fue intervenida, y los señores Dean Rusk y Adlai Stevenson defendieron la intervención y siguieron en sus cargos. Actuaron como burócratas, no como estadistas. Piénsese por un momento que Stevenson, candidato dos veces del Partido Demócrata a la Presidencia de la República, pudo haber sido elegido para esa alta posición, y, sin embargo, no tenía capacidad de político; era meramente un burócrata.

Ha habido cierta inclinación a comparar la vida política norteamericana con la inglesa basándose en que los dos países usan el sistema de dos partidos tradicionales. Pero la vida política de Inglaterra tiene un sello que no se ve en la de Estados Unidos. Un político inglés está adscrito a una manera de ver el mundo, a una concepción general que en un tiempo se llamó Whig o Tory y hoy se llama conservadora o laborista. Un político norteamericano no tiene –salvo excepciones muy contadas a lo largo de la historia– una concepción ideológica de partido. Para el político norteamericano el partido es un medio de alcanzar una posición, de llegar a un puesto, y cuando se halla en ese cargo puede defender principios absolutamente diferentes a los que defienden otros políticos de su mismo partido. El ministro de Relaciones Exteriores de un gobierno inglés tendría que renunciar a su cargo –y quizá provocaría la caída del gobierno si aprobara en público una política opuesta a la de su partido, esto es, a la que ese partido dijo que iba a ejecutar si llegaba al poder.

La clave de la diferencia entre la tradición política de Inglaterra y la de Estados Unidos está en que los partidos norteamericanos no son permanentes, no están organizados sobre la base de un programa; son esquemas de partidos que sólo funcionan para fines electorales, cuando llega la hora de acumular votos; y al acercarse las elecciones los políticos de profesión se agrupan alrededor del candidato que a su juicio puede ganar. En Estados Unidos no hay un partido que mantenga ideas si presume que con esas ideas puede perder las elecciones.

Desde hace tiempo se ha dicho que en Norteamérica un demócrata del Sur es a menudo más derechista que un republicano del Norte. Esto es cierto. Es frecuente ver a un senador republicano del Norte votando a favor de medidas liberales y a un senador demócrata del Sur votando en contra de ellas. Pero hay algo más: se conocen senadores demócratas del Sur que votan proposiciones liberales en todo aquello que no toque el problema racial, y en todo lo que se relacione con este problema votan sólo en favor de las medidas más derechistas.

Tales incongruencias se deben al hecho de que ninguno de esos políticos es líder, porque en Estados Unidos no hay lugar para los líderes políticos. Como el liderazgo está en el cargo, hay que preservar el cargo; y como el país es sumamente contradictorio en su composición socio-política, para conservar el cargo hay que ser a un tiempo democrático y antidemocrático, republicano y antirrepublicano. Se afirma que el Sur es un bloque democrático, pero lo es sólo debido a que Lincoln era republicano y el Sur odia todo lo que huela al recuerdo de Lincoln. Es democrático en cuanto a su propensión a votar contra los republicanos; sin embargo, en las elecciones parciales de 1966 la gobernación de Florida fue ganada por un candidato republicano, cosa que no sucedía desde 1898. ¿Cuál fue la razón de ese cambio en el voto de los ciudadanos de Florida? Que el candidato de los demócratas era partidario de que se les reconocieran derechos civiles a los negros. Luego, los votantes del Sur son demócratas siempre que los candidatos demócratas del Sur se mantengan en los límites del statu quo en materia racista.

El problema racial no es el único que da origen a esa generalizada incoherencia de la vida política norteamericana. Hay muchos otros. En realidad los Estados Unidos no son un país, dicho en términos de poder; son varios países con varios poderes, todos, o casi todos, en lucha unos contra otros. La General Motors es por sí sola un poder económico y social que influye en la vida política del país mediante agentes de presión que actúan en Washington; pero la Ford Motors Company esotro poder, no tan grande como la General Motors, pero poder al fin, y en competencia con ella y con sus grupos de presión establecidos también en Washington. La Standard Oil Company busca influir en el gobierno para arrebatarle un contrato a la Phillips Petroleum o a una empresa similar; y por esa vía sigue una cadena interminable de poderes lanzados a un combate feroz. A su vez, todas las empresas se unen para enfrentarse a los sindicatos, y estos luchan para obtener de las empresas mejores salarios [Véase en el Apéndice II una información sobre las principales firmas industriales de Estados Unidos, el monto de sus ventas y de sus beneficios en el año de 1965].

Los políticos profesionales –los eternos senadores, representantes, alcaldes– están siempre bajo amenaza de perder sus posiciones si no aciertan a saber a tiempo hacia qué lado inclinarse en una lucha de esos grandes poderes. En ocasiones las posibilidades de volver a ser nominado candidato al cargo dependen de que la empresa proporcione una ayuda pero puede suceder que la empresa esté esperando determinado permiso que perjudique los intereses políticos del aspirante, y puede suceder que la empresa esté solicitando la aprobación de tal o cual proyecto de ley al que se oponen los trabajadores; de manera que si el aspirante no sabe cómo actuar, puede ser que obtenga la ayuda de la empresa y que pierda los votos de los obreros, y puede resultar que logre el apoyo de los trabajadores pero que no pueda llegar a ser nominado candidato porque la empresa le negó la ayuda.

Las dificultades que afrontan los políticos norteamericanos debido a este último tipo de incoherencias –pues la de origen racial tiene un cariz más profundo, pero es más llevadera–, combinadas con el sistema que confiere categoría al político sólo a través del cargo, no de sus condiciones personales, son la causa de que los norteamericanos tengan politicians en vez de políticos. La palabra politician se aplica a aquel que en la actividad pública persigue un cargo y sus ventajas en vez de dedicarse a defender principios. Pero resulta que el político que en Estados Unidos se dedique a defender principios chocará inmediatamente con uno o varios de esos muchos poderes que hay en el país, y con el choque perderá la posición. De ahí proviene que en Norteamérica resulte despreciable, en el campo de la política, la palabra idealista. Para un norteamericano, un idealista es un estúpido, puesto que arriesga la posición, que es lo que realmente tiene valor, a cambio de defender un ideal, que es algo que no tiene rendimiento palpable. En sus orígenes, cuando todavía había en Estados Unidos gente con ideales políticos, no meramente con intereses, la palabra politician era peyorativa, pero ahora no se concibe que se llame de otro modo a los políticos.

El pentagonismo ha venido a convertirse al mismo tiempo en un solucionador para los políticos de muchas de esas incoherencias y en un armonizador de intereses entre los grandes poderes económicos.

Al crear el gigantesco mercado de consumo militar, el pentagonismo ha requerido instalaciones de nuevas industrias y la ampliación de muchas de las que existían. Esto le ha resultado fácil, porque dispone de los enormes fondos que hacen falta para esas instalaciones o esas ampliaciones. Un contrato del Pentágono es un cheque al portador; con él se obtienen inmediatamente los terrenos, las máquinas, los científicos y los técnicos, los caminos y los tendidos eléctricos que se requieran para establecer una industria nueva o ampliar una que ya exista. A menudo esos contratos son por varios cientos de millones de dólares. Ahora bien: cada político profesional de Estados Unidos, desde el Presidente de la República hasta el último alcalde, tiene siempre necesidad de atender, en lo que se llama su “base política” –el lugar donde debe ganar las elecciones primarias–, peticiones de los votantes; y las peticiones más frecuentes son las de nuevas fuentes de trabajo, o lo que es lo mismo, nuevas industrias. Una industria nueva supone nuevos establecimientos comerciales, nuevas sucursales de bancos, nuevos hospitales, nuevas escuelas; en suma, nuevos votantes. El pentagonismo está en capacidad de proporcionar todo eso a través de sus contratos: basta que al dar uno se diga: “Queremos que tales piezas de los aviones que se van a fabricar gracias a este contrato sean producidas en tal lugar”. Si el que pidió que esa fábrica se instalara en ese sitio es un senador o un diputado, los pentagonistas saben que podrán contar con su voto cuando lo necesiten. Por lo demás, el pentagonismo no pedirá su voto para asuntos de índole doméstica. Su campo de acción no es Estados Unidos. Estados Unidos es el territorio donde el pentagonismo se aprovisiona de hombres y de máquinas de guerra y donde recauda beneficios; pero políticamente el país no tiene valor para él. Así pues, el político puede pedir favores al pentagonismo seguro de que no tendrá que pagarlos con decisiones que puedan perjudicar su futuro.
“El pentagonismo actúa fuera de Estados Unidos, pero tiene que vivir de Estados Unidos y contra pueblos que están lejos de las fronteras norteamericanas. La política y la economía del país se nutren, y se nutrirán cada día más, de lo que produce el pentagonismo. La esfera nacional y la esfera internacional se mueven impulsadas por el pentagonismo.”
Como poder armonizador de los conflictos económicos entre las grandes firmas, el pentagonismo resulta de utilidad inapreciable para los políticos norteamericanos porque les resuelve problemas que en ocasiones son de mucha envergadura. Un contrato de algunos cientos de millones de dólares para fabricar tanques, aviones, buques, o para el suministro de petróleo, puede repartirse entre varias compañías competidoras. Desde el Presidente de la República hacia abajo, para los políticos es un alivio saber que disponen de esa vía para atender solicitudes.

En realidad, el pentagonismo representa un mal –y una amenaza de males constantes– para los pueblos del mundo, especialmente para los de estructuras coloniales o dependientes, y para la juventud norteamericana, que tiene que suministrar soldados pentagonistas. Pero es una especie de bendición de los dioses para los políticos de Estados Unidos y para los grandes poderes económicos que componen la plana mayor pentagonista. En otro orden, también ha resultado –y resulta, hasta el momento– una bendición del cielo para los millones de trabajadores, comerciantes, banqueros, empleados, profesionales, técnicos y científicos que reciben mejores salarios y sueldos gracias a la boyante economía de guerra. Eso explica que el pueblo norteamericano se haya dejado pentagonizar insensiblemente. Es casi seguro que cualquier otro pueblo, colocado en su lugar, hubiera caído en la pentagonización sin ofrecer resistencia, y es justo que esto se reconozca.

Ahora bien, volviendo al punto de política y pentagonismo, ¿sabe alguien en Estados Unidos en qué desembocará esa doble política de su país, una para los asuntos domésticos, con un gobierno civil al frente, y otra para los internacionales, con un poder ilegal que la maneja a su gusto y medida? Si se produjera una catástrofe en el exterior, ¿sería posible rebajar, o liquidar, el poder del pentagonismo o se expondría el país a que los pentagonistas se lanzaran a tomar el poder después de haber barrido de sus posiciones a los políticos? Y si no se produce una catástrofe y los pentagonistas siguen haciendo la guerra por el mundo, ¿podrá el pueblo norteamericano hacer frente a todas las eventualidades que provocarán las guerras de agresión de sus militares?

La situación que tiene ante sí los Estados Unidos no es tranquilizadora. Mucha gente, dentro y fuera de Norteamérica, cree que un cambio de presidente significará un cambio de política internacional; pero esa gente se equivoca. No fue un engaño del presidente Johnson predicar una cosa en política exterior mientras solicitaba los votos del pueblo y hacer otra cuando llegó al poder. Al hacerse cargo de la presidencia Johnson encontró que ya no tenía mando efectivo en la política extranjera de su país. El propio John F. Kennedy pudo percibir los síntomas del peligro, y por eso advirtió que la política doméstica podía causar perturbaciones, pero que la exterior podía matar a Estados Unidos; y a pesar de eso fue él, Kennedy, quien empezó el escalamiento en Vietnam porque halló que ya en 1961, cuando él pasó a ser presidente, su país estaba comprometido en la antigua Indochina a tal punto que no podía volver atrás. No en balde poco antes de despedirse del cargo el presidente Eisenhower había dicho que debía tenerse cuidado con el complejo financiero industrial-militar que estaba formándose en el país. El pentagonismo se presentó como una poderosa estructura de poder al comenzar el año 1965, pero era una realidad creciente en 1960 y era ya indestructible cuando Johnson heredó la presidencia en noviembre de 1963.

La política norteamericana ha pasado a girar en dos esferas conectadas por un engranaje. El pentagonismo actúa fuera de Estados Unidos, pero tiene que vivir de Estados Unidos y contra pueblos que están lejos de las fronteras norteamericanas. La política y la economía del país se nutren, y se nutrirán cada día más, de lo que produce el pentagonismo. La esfera nacional y la esfera internacional se mueven impulsadas por el pentagonismo. El menor tropiezo en una de las esferas se reflejará en el engranaje y modificará su acción, lo que a su vez modificará la de otra esfera. Un diente que se rompa en una de las esferas transformará el movimiento de todo el mecanismo. En este caso, como en toda maquinaria, la fuerza del todo depende de su punto más débil.

Transcripción de «El Pentagonismo, Sustituto del Imperialismo.
Capítulo V - 'Política y pentagonismo'
»: Nemen Hazim

San Juan, Puerto Rico
12 de junio de 2019